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La nación de Teresa

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Pepe Torrente

Teresa Rodríguez quiere que Andalucía sea una nación. Ella que alardea de estar pegada al pueblo, a la gente, lo habrá oído por aquellos rincones por los que debe de ir sólo ella. Yo no me considero ajeno a la vida de Andalucía, de granadinas maneras claro. Les puedo asegurar que eso de ser nación no es una probabilidad, ni siquiera un sueño de ilusos utópicos, entre los andaluces a los que saludo a diario en mi devenir autonómico.

Mi hija María también quiere ser declarada mayor cuando me pide un móvil para ella solita. Sus años, dice enrabietada por el eco del no que le endilgamos su madre y yo, le dan esa autoridad para hacerlo. Según ella no hay mayor desprecio a su autonomía que no considerarlo, dada su evolución y su declaración unívoca, arbitraria y absolutamente fundada en su “ya soy mayor” para tener un móvil propio. Ella así lo siente tras cumplir diez años. Es su manera de llamar la atención, especialmente cuando ve “los privilegios” de su hermano.

La joven lideresa de Podemos ha debido tener algún empujón de orgullo parecido al de María, salvando las distancias. Una impronta de patriotero brío que le ha debido envalentonar mucho. Para imponer autoridad ante sus colegas podemitas en Madrid, victoriosa como ha salido de su elección interna, no ha tenido mejor ocurrencia que la de hacer lo mismo que hacen catalanes, vascos o gallegos. Lo que pidió días antes para Aragón un argentino que ejerce de patriota maño como Pablo Echenique. Total, si ellos pertenecen a nacionalidades propias, por qué Teresa Rodríguez no lo iba a reclamar para Andalucía. Exige su derecho a hacer el ridículo en comandita.

 

Quieren convertir Andalucía en un laboratorio de pruebas para reconvertir a la izquierda de aquí en un nido propio.

 

Es habitual entre los podemitas que nos abochornan en algunos casos y circunstancias, inventar alguna proclama rara, propia, aunque ésta les deje en vergüenza, con la que insuflar al debate político esa vena de imposibilismo y distancia con toda la lógica que hasta ahora primaba en la acción política tradicional. Es su misión, porque de la propaganda populista es de donde ellos obtienen mayor rédito electoral y mediático, ese ruido tan infame con el que pretenden sobrevivir, a pesar de todo.

Ya nos dieron ración y media con el bebé de Bescansa; o con la nueva versión del beso a lo Breznev y Honecker de Pablo Iglesias y el catalán Xavier Domenech; las salidas de tono contra el Rey de España o la impropia manera de vestir en sus visitas monárquicas, etc. Gestos de galería de fotos, aspavientos con los que saludar las aspas del helicóptero que vuela por la isla desierta, buscando salvarse de su naufragio, de su soledad.

La nación para ellos no sólo es un concepto discutido y discutible, como si de Zapatero habláramos, sino una indisimulada manera de evitar que flojee o cese el ruido que los posiciona, que se acaben las pilas del tamborilero que persigue al osito de peluche disfrazado de tamborrada donostiarra. Se trata de no evitar que paremos de hablar de ellos por las ocurrencias con las que amanecen.

Quieren convertir Andalucía en un laboratorio de pruebas para reconvertir a la izquierda de aquí en un nido propio. Buscan aprestar a la gente contra el PSOE que hegemoniza el poder en nuestra tierra porque el mercado electoral en el que compiten es el mismo. Y creen, obcecados en ese objetivo de unificación izquierdista como están, que todo pasa por hacer del ruido y la exageración esa manera de hiperbolizar la política hasta el extremo. Mucho me temo que con Susana Díaz, los socialistas no caigan en el error de nacionalizarnos andaluces como método de salvación partidaria, más que como creencia ideológica cierta.

Quizá que Teresa, y sus compañeros, desconozcan con sus formas de ofrecer sus políticas, el pequeño paso que hay para hacer de eso una manera algo más que ridícula de presentarse ante la sociedad. Les puede y les avasalla el desconocimiento, pero no lo saben. ¿O sí? Atrevidos si que parecen, sí.