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“La otra cara del fraude de la formación”

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Caty León

Se llama Carlos. Tiene 43 años. Un problema de negligencia médica al nacer le ocasionó una leve minusvalía y, como consecuencia, solamente ha podido obtener el título de Graduado Escolar y con mucho esfuerzo. No tener cualificación ha lastrado su vida, pero no ha querido nunca vivir de una ayuda (por otra parte, inexistente) sino trabajar. Trabajar ha sido el gran objetivo. Ser independiente. No pedir nada a nadie. Sentirse útil. Formar parte de la sociedad. Tener un horario, un sueldo.

Su escasa formación inicial lo llevó a solicitar cursos de formación de esos que se organizan para parados. Consultaba diariamente las páginas de la Consejería de Empleo. Cuando salía algún curso que podía solicitar con su exiguo título lo hacía. En alguna ocasión fue admitido, pero excepcionalmente. Lo normal era que le dijeran que no. Lo normal era que la oferta de cursos fuera mínima. Lo normal era esperar a que hubiera algo para aprender a hacer algo.

Así fueron pasando los años. Desde los veintitantos hasta los cuarenta y tres. Sin conseguir ese puesto de trabajo ansiado. Sin conseguir mejorar lo suficiente como para aspirar a hacerse un curriculum. La formación para el empleo fue un absoluto fracaso para él. No había nada que hacer por este lado. En un momento de desesperación se atrevió a escribirle al mismísimo consejero de Empleo, Antonio Fernández. Recibió una respuesta mecánica, algo así como que siguiera intentándolo. Le sonó a la fórmula con que en los juegos de azar te incitan a continuar probando y dejándote dinero: su número no ha resultado agraciado, siga jugando.

Mientras que Carlos vivía estas vicisitudes, había gente que se enriquecía con los cursos de formación que nunca se daban.

Otra vez llamó a la puerta del ayuntamiento de su ciudad, pero sin éxito. Probó entonces con el ayuntamiento de la capital y la alcaldesa de entonces (ahora sustituida por un alcalde de Podemos) contestó su carta y lo puso en contacto con una orientadora laboral, para que le indicara un itinerario de formación. El itinerario se hizo pero los cursos no aparecían por ningún lado. Cada vez que pedía alguno, era rechazado. Así le pasó la edad de pedir cursos para jóvenes y la de pedir cursos para menores de treinta y de treinta y cinco…así hasta hoy. La ayuda de la familia y, eventualmente, un subsidio mínimo por su minusvalía sirven para ir tirando. Pero esto no es lo que él quería. Y su vida ha sido, es, un completo erial construido de insatisfacciones. Un fracaso absoluto.

Mientras que Carlos vivía estas vicisitudes, había gente que se enriquecía con los cursos de formación que nunca se daban. Había gente que falseaba documentos sobre los mismos. Había gente que miraba para otro lado. Había gente que no controlaba lo que pasaba. Había organismos que se aprovechaban del tema. Carlos no era, sin embargo, un caso único. Miles de parados pueden atestiguar que su recorrido ha sido el mismo.

La OCDE ha determinado que la formación para toda la vida es un derecho de las personas. Que los Estados deben proveerla y supervisarla. Se han destinado millones de euros europeos para cualificar a los parados sin titulación suficiente. Existían los parados, existía el dinero pero no existían (o desaparecían) los cursos para poder formarse.

La Constitución Española dice que la educación es un derecho. También la educación permanente. Así que esto de los cursos de formación en Andalucía no es solamente un delito de fraude. Es un atentado contra los ciudadanos y sus derechos constitucionales. Y un hecho que ha dejado sin esperanza a miles de Carlos en Andalucía, la tierra en la que el paro brilla tanto como los esplendores que se anuncian en los folletos turísticos.

Cualquier parecido de esta historia con hechos reales no es una coincidencia.