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La soledad del salón 

Ahora, al parecer, los políticos ─incluidos los catalanes─ por consejo de los asesores, citan a la prensa en los más señoriales salones.

 

La señora Ana Pastor, enfoca la mirada y a ráfagas de preguntas sin tregua, debe impresionar al más avezado político. Tal vez el recién estrenado presidente, señor Moreno, quiso contrarrestarla en el lujoso desierto del Salón de los Espejos del Palacio de San Telmo y hacer real aquello de: ‘Nada es verdad ni es mentira, doña Ana, todo depende del espejo en el cual mire’. 

En un primer plano los dos y al fondo, casi imperceptibles por la distancia, unas banderas. De vez en cuando mi imaginación veía parejas en vaporosos bailes bajo la visión complaciente de los Orleans, familia, sea dicho, con rasgos humanitarios porque mientras el famoso Costurero de la Reina era un refugio previsto para sus guardas, don Pablo Iglesias deja a los guardias civiles de la puerta de su chalet a la intemperie, sutil situación ─un malicioso suponer─ para diezmar a un cuerpo poco simpático para el contradictorio matrimonio venido a más por mor de la política.   

Ahora, al parecer, los políticos ─incluidos los catalanes─ por consejo de los asesores, citan a la prensa en los más señoriales salones.

Esto me recuerda a un amigo de la juventud ante una próxima entrevista de trabajo: «Manolo, ¿tienes un abrigo elegante, preferiblemente oscuro para impresionar? Mañana te lo devuelvo». La negativa estaba cantada porque, y dado los cortitos sueldos de los docentes, el tener un gabán constituía un lujo. 

En el mundo animal el impresionarse unos a otros resulta una táctica habitual con éxito constatado: la evolución potenció durante muchos milenios las poses del miedo o de las aparatosos numeritos de  los machos, caso de las avutardas, donde el ceremonial para atraer a la compañeras llega al espectáculo paroxístico.

Los sapiens no íbamos a ser menos, claro. 

Hombre, digo yo,  ─dado el deterioro del patio andaluz nada adecuado para presumir de salones─, una salita recoleta con un braserito y una pizca de incienso para calentarse en esas paredes de impregnaciones clericales hubiese enternecido la escena.

Tanto  mármol da frialdad y calentarlo al pase alegre de electrones impresiona al común de los mortales. Por otro lado, los usuarios de la sanidad, apretujados en  las esperas bien podríamos pensar en el mal reparto de los espacios públicos.  

No puedo evitar una sarta de emociones contradictorias. Por ejemplo, cuando el presidente Putin, después de abrirle dos fornidos guardias en el Palacio del Kremlin unas impresionantes puertas bruñidas en oro de un gran salón, sale a ritmo de un Superagente 86 entre aclamaciones de añorantes zaristas.

El ex espía de la KGB le ha tomado gusto al lujo y ya está: acomodado mientras pueda.  Algo así debieron de sentir doña Begoña y sus niñas cuando el presidente señor Sánchez dispuso una visita privada para su familia, cerrando el Palacio Real a la cal y los cantos de turistas. 

Tampoco quedan atrás los salones vaticanos, preguntándose muchos cristianos de genes arcaicos la profunda metamorfosis ocurrida durante épocas de afanes triunfalistas, con tal de impresionar a cualquier liliputiense de ardores purificadores para desistir de aventuras imposibles.  

Total, entre unos y otros poderes, o sea, entre los humanos y los divinos, vemos a gulliveres por doquier, acongojados los simples por las alturas, por lo marmóreo y por la prudencia de guardar silencio los originalmente culpables de casi todo, incluida las manías irredentas de perturbar la paz de las gónadas del poder.