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La tiranía democrática

Francisco Rubiales
Francisco Rubiales

Millones de españoles se han escandalizado y se han sentido frustrados al conocer que el Partido Popular, para alcanzar el gobierno, está negociando con los partidos nacionalistas que odian a España y desean romperla. El PP, de nuevo, sorprende a sus seguidores y a España entera incumpliendo las promesas que hizo durante su campaña electoral, en la que se presentó como garante de la unidad de España y prometió que nunca negociaría con los nacionalistas radicales.

España es un ejemplo claro de que la democracia, cuando está trucada y prostituida, puede convertirse en el peor de los sistemas, en una auténtica «tiranía democrática», un sistema infernal que aplasta a los ciudadanos y beneficia hasta el extremo a la clase política, que funciona como una «aristocracia de amos».

La democracia, si es limpia y auténtica, es el mejor de los sistemas políticos imaginables, pero cuando está prostituida y trucada, como ocurre en España y en otros países, entonces se convierte en un infierno, en un sistema donde los políticos y sus aliados ejercen de tiranos y el pueblo es esclavizado y oprimido.

Si la democracia es «per se» el sistema por el cual una mayoría puede abusar de una minoría (ya no digamos lo que puede hacer con un individuo), gestionada a través de una partitocracia, es también el camino seguro que legitima a los políticos para llevarnos indefectiblemente a un sistema totalitario.

El caso de España es un modelo de vejación de los ciudadanos por su clase dominante, que se ha adueñado del Estado y ha expulsado al pueblo de todo proceso de influencia y de toma de decisiones, pero el caso de Europa no es muy diferente. Desde poco después de la Segunda Guerra Mundial, en cada elección los europeos hemos ido viendo como las castas políticas nos han ido haciendo menos libres y más sometidos y pobres que en las elecciones anteriores.

El sistema está pensado para que las élites políticas, ganen o pierdan, vivan rodeadas de poder y lujo, sin que tengan que pagar por sus errores y daños

Suecia, considerada durante muchos años como un «modelo» que exhibía la socialdemocracia para airear sus brillantes resultados, al final ha resultado ser el más claro ejemplo de lo que eso que podríamos llamar «el totalitarismo democrático». Los partidos, al entrar en el sistema, se integran en el aparato que domina el Estado y forma con los otros partidos una especie de cofradía del poder, ajena a la ciudadanía y sometida a acuerdos de corporativismo político, silencio cómplice, abuso colectivo y protección mutua.

El sistema está pensado para que las élites políticas, ganen o pierdan, vivan rodeadas de poder y lujo, sin que tengan que pagar por sus errores y daños, sin ni siquiera estar obligadas a rendir cuentas ante el ciudadano, quien debiera ser el dueño del sistema y ha sido reducido a la condición de siervo.

Cuando no está prostituida, la democracia es un sistema seguro y con muy amplias garantías. En la verdadera democracia las minorías son respetadas, y tienen garantizados sus derechos, entre otros a vigilar y controlar el poder. Una sociedad civil fuerte y capaz de ejercer como contrapeso del poder político, unos medios de comunicación libres y decididos a fiscalizar con la verdad a los grandes poderes, en especial a los públicos, una ciudadanía formada, informada y con capacidad de vigilar y controlar, junto con una estructura del Estado diseñada para que funcione la competencia y el control del poder, con la Justicia independiente, el Parlamento libre, los partidos políticos ejerciendo la democracia interna y los políticoss sometidos a las leyes, que tienen que ser rigurosas con el delito público e implacables con la corrupción, garantizan un sistema equilibrado, donde el ciudadano es respetado y ejerce como príncipe, mientras la política está adornada con el «servicio» a la comunidad y con el «bien común» como grandes faros de orientación.

El ciudadano, que es el soberano del sistema, es tratado como ganado torpe y se le margina del poder y de la influencia con toda la fuerza y los recursos del Estado.

Pero en países donde la democracia ha sido prostituida como en España, asesinada por los partidos políticos y sustituida por un sistema sucio y trucado, esa falsa democracia es incapaz de garantizar otra cosa que no sea la indecencia, la corrupción y el abuso.

El sistema está diseñado para que beneficie a las élites políticas y a sus poderosos aliados. Si un partido gana, ingresa en el paraíso del poder y goza de dinero abundante, sustraído al ciudadano vía impuestos, de poder y de brillo social y mediático. Si pierde las elecciones, vive en la oposición disfrutando de espacios de poder y dinero suficiente para que equipos directivos y militantes destacados vivan bien, rodeados igualmente de poder, recursos y brillo mediático.

El ciudadano, que es el soberano del sistema, es tratado como ganado torpe y se le margina del poder y de la influencia con toda la fuerza y los recursos del Estado. Los partidos, sin ciudadanos, funcionan como monopolio del poder y de la política. Y el cuadro final que se configura, al que llaman democracia, solo es basura camuflada, esclavitud simulada, auténtica «tiranía democrática».