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La última tarde de José Antonio Gurriarán

Cuando nos fuimos no podíamos imaginar que a las pocas horas se le pararía el corazón para siempre, quién sabe si coincidiendo con esos sesenta minutos que aprovechan el cambio de horario para evaporarse sin destino conocido.

 

Esta misma semana Helena, su mujer, tenía previsto informarse de los trámites necesarios para que pudiera votar por correo. Iba a ser difícil que pudiera desplazarse hasta el colegio electoral, pero el Gurri no quería abstenerse. Nadie debe hacerlo el 28-A, y así nos lo manifestó el sábado, quien en tiempos fuera mi director y después mi amigo, a pesar de las dificultades que desde hacía ya un tiempo tenía para comunicarse.

 

Como venía haciendo desde meses atrás Helena, testigo diario de su paulatina pérdida de facultades, nos traducía lo mejor que podía lo que José Antonio nos quería transmitir, la alegría que le producía nuestra visita. Cuando llegamos, estaban hablando sobre la manera de contestar la carta de un señor cuyo padre fue la última persona que vio con vida a una de las heroínas del último libro de Gurriarán, Las hijas del monte, editado en gallego por Galaxia en 2015. El buen hombre remitía un sobre con su dirección en Galicia y el franqueo ya incorporado para facilitar la respuesta. Le pedía al autor una dedicatoria de puño y letra, y para ello adjuntaba una cartulina doble con la foto de la protagonista en una cara y el espacio en blanco en la otra, a la derecha, donde le gustaría que le escribiera unas líneas. No tenía por qué saber que su admirado escritor ya no podía firmar desde hacía un tiempo, que era Helena quien redactaba al dictado, y rubricaba, cada vez que recibían una petición similar.

 

Pero ese sábado 30 de marzo José Antonio no estaba ya en condiciones de hablar mucho. Mantenía los ojos cerrados, aunque sabíamos que escuchaba perfectamente nuestra conversación y que no intervenía porque le costaba trabajo hacerlo. A pesar de la entereza con la que durante toda su vida sobrellevó las contrariedades, percibíamos su angustia cuando constataba que no conseguíamos entender lo que nos quería decir. Aún así, la pocas veces que abrió los ojos aquella tarde, su mirada continuaba transmitiendo la energía y la picardía de siempre. Alicia y yo le dijimos que no importaba, que si él no podía dictar la dedicatoria, Helena podía hacerlo en su lugar ¿Te parece bien?, le preguntó su mujer, y el movió la cabeza de arriba abajo para expresar su conformidad. ¡Hecho, pues! Pero te lo enseñaré antes de mandarlo.

 

Aunque con bastante dificultad, consiguió pronunciar algunos monosílabos inteligibles, todos ellos palabras de cariño hacia su mujer y halagos a Alicia, mi compañera, a la que llamó guapa y trabajadora. El instante más entrañable fue cuando llegó su hija Rosario: nada más ver a la pequeña, se le iluminó la cara y esa resuelta expresión de vivacidad que todos los que lo conocemos hemos disfrutado alguna vez, volvió por unos instantes a la mirada del Gurri mientras disfrutaba el abrazo de la mayor de sus dos hijas pequeñas. Laura, la menor, había estado con él por la mañana y ahora éramos cuatro las personas que le hacíamos compañía en la hora de la merienda y más tarde durante una cena que ingirió con cierta dificultad.

 

Hizo tan poco ruido que nadie se enteró hasta la hora del desayuno, cuando la enfermera asumió que no conseguiría despertarlo. No pude evitar un profundo escalofrío cuando recibí el guasap de Helena comunicándomelo.

 

Esta madrugada cambian el horario, vas a dormir una hora menos, le dije poco antes de marcharnos. Tras los besos de despedida llegó el abrazo de Rosario: ahora el Gurri no abrió los ojos, se limitó a dejarse besar y a expresar su emoción con la misma serenidad con la que siempre llevó la enfermedad, aunque sin conseguir disimular un leve rictus de amargura. Cuando nos fuimos no podíamos imaginar que a las pocas horas se le pararía el corazón para siempre, quién sabe si coincidiendo con esos sesenta minutos que aprovechan el cambio de horario para evaporarse sin destino conocido. Hizo tan poco ruido que nadie se enteró hasta la hora del desayuno, cuando la enfermera asumió que no conseguiría despertarlo. No pude evitar un profundo escalofrío cuando recibí el guasap de Helena comunicándomelo. La dedicatoria al amigo gallego ya no sería la misma, tampoco haría falta averiguar cómo demonios funciona el voto por correo.

 

Mientras nos dirigíamos al lugar de la despedida definitiva, empecé a recordar los tiempos del diario Pueblo,los de Televisión Española o Canal Sur, momentos en que la trayectoria profesional de José Antonio Gurriarán y la mía habían coincidido. Como estaba seguro que habría compañeros que contarían su biografía mucho mejor que yo, decidí que mi homenaje sería limitarme a contar lo vivido con él la tarde del 30 de marzo y a darle las gracias, como escribí en redes nada más enterarme de su fallecimiento, por su complicidad y su cariño.