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La unidad

La unidad es un mentís contra la diversidad y la pluralidad real.

Eso de pedir unidad en puertas de un Congreso de partido se convierte en un destrozo  muy eficaz de lo que debería ser la principal divisa de un partido político: el debate democrático interno. La unidad de acción de un partido es aconsejable en su acción política y de servicio a los ciudadanos tras su congreso. Bien en oposición, o bien en el gobierno, la unidad de planteamientos ante los retos de impulso y control, o legislativos, refuerza con precisión la confianza entre los ciudadanos y el partido. Pero exigir la unidad como bálsamo indoloro  e incoloro entre aspirantes, ahora que el debate de organización interna en el PP se ha abierto, y hasta el próximo sábado que se vote, no implica sino hacer alarde de una desconfianza inusitada tanto en las fuerzas propias como en la responsabilidad de los afiliados.

 

Creer que por optar por una candidatura u otra se van a erosionar las amplísimas bases de confluencia partidaria, es ir más lejos de la debida cuenta en cuanto a la función y objetivos de este congreso extraordinario del PP.

 

La unidad es un mentís contra la diversidad y la pluralidad real. Suelen apelar a ella quienes ven peligrar el estatus adquirido a lo largo de los años. Más como truco que les salve el trono, que como impulso sincero de la eficacia política de su partido. Piden unidad en torno a sí, como si quien aspira a relevarlos no fuera capaz de proporcionar ese marchamo confluyente y centrípeto tras su toma de posesión. Piden unidad pero en realidad están implorando eso de virgencica, virgencica, que me quede como estoy. Miedo al relevo, a ese vacío que queda tras el poder ejercido, a que el móvil se quede sin sonar, tras largo tiempo siendo la sintonía del despertar, y casi del sueño.  La unidad no es un argumento válido solo para asegurarse el poder uno mismo. ¿O es que acaso la unidad no es posible si es otro quien gobierna el partido? ¿Es opinable en su tiempo y medida lo que se hace, lo que se decide, o estamos obligados a militar y a callar, sin más voz que la que sirve para loar a quien manda y decide?

 

En un partido político no existe la homogénea visión de las cosas en el cien por cien de las miradas.

 

Todos los puntos son discutibles, deberían serlo al menos, y las aristas se liman con fácil confluencia entre compañeros, no a mamporrazoy tente tieso contra quienes expresan criterios distintos a los dictados por los de siempre. El objetivo es lograr un camino común en debate libre, abierto y plural, para ofrecer a los ciudadanos y electores un programa viable y entendible en un alto porcentaje de coincidencia.  Todos los partidos tienen aristas que limar en sus programas de acción sobre las propuestas a ofrecer en materia de pensiones, unidad territorial del Estado, reforma constitucional, justicia, infraestructuras, inmigración, derechos y deberes inherentes a nuestra condición de ciudadanos, etc.

La unidad en lo ideológico no existe. Existe un alto grado de confluencia, organizada en torno a los partidos políticos. La unidad es como una obra gaudiana que nunca se conquista porque su construcción es constante, como su búsqueda. Existe la afinidad más o menos amplia, y un objetivo común claro y explícito. Pero la uniformidad norcoreana es impropia de la libertad que nos procura la democracia. Ir a un congreso a ganar es tan lícito y responsable como perderlo. Porque en ese dispendio de propuestas quien gana es el proyecto colectivo.

 

Decía un candidato a presidente provincial en su campaña: “el que gana, gana, y el que pierde a su casa”. Quizá porque no ve la política con espíritu de servicio, sino con los vengadores efectos de la revancha más cruel.

 

Ganar una organización interna tiene que dar el suficiente impulso como para hacer de la humildad una necesidad, sin prescindir de nadie que esté dispuesto para echar una mano en eso de sacar adelante el verdadero objetivo de cualquier partido político: gobernar.

La unidad no puede ser ese ciego referente con el que apelar a un prietas las filas propias, con la que amenazar al discrepante con la guillotina del silencio; la oscura foto de un paisanaje inservible, con la huella del olvido pululando sobre su causa.  La unidad, el argumento de esa entelequia, usada con la fruición de quien pocas cosas más ofrece, dicha con reiterada usanza en evitación de que se hable de otros hechos peores, no es más que una excusa de quien la usa con la que intenta evitar que remuevan el sillón que ese débil líder aporta al futuro de la organización propia.

Que se debata de caminos distintos, de opiniones diversas, de ideas que se cuecen y enriquecen, y no le quiten a la democracia más vuelo del que ya pierde cuando los intolerantes pretenden imponerse, sin más argumento del porque yo lo digo, porque yo lo valgo. Y que la unidad surja como instrumento al servicio de los ciudadanos una vez el Congreso haya dictado su sabia sentencia. Ese es el camino.