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Las contradicciones del poder

Es más fácil sacar a Franco del Valle de los Caídos que de las instituciones.

Las contradicciones en política son siempre exponente de finales de ciclo y decadencia de regímenes por una quiebra de la narración historiográfica cuya etiología ya no es creíble para mantener ideológicamente la convivencia en una determinada sociedad. Hoy la vida pública en nuestro país es el reflejo de una contradicción permanente que muestra en carne viva como los artificios fabuladores de la Transición se han enmohecido con el contacto de una realidad, política y sociológica, que los poderes fácticos estamentales y económicos, están dejando de controlar. Singularmente, todo ello se reduce a la dificultad de regenerar o impugnar aquellos elementos sustantivos del régimen de poder vigente y sus epifenómenos afectivos como si se tratara de un ancien régime al que se le amputan sus significantes por parte de otro régimen triunfante y antitético al anterior.

 

Sin embargo, esa ilusión imposible es la que quiere transmitirse: un régimen nuevo que anatematiza al anterior, cuando la Transición, como etimológicamente expresa no fue sino darle continuidad a un régimen de poder mediante las reformas imprescindibles para su aceptación interna y externa, sin que ese poder fuera redistribuido o cambiara de signo.

 

Vivimos un trance de fin de régimen semejo al de la sociedad borgoñona del cuatrocientos que padeció un pesimismo y una melancolía en gordo por el convencimiento de que la caballería y la idiosincrasia caballeresca, fuera de los convencionalismos cortesanos, estaban en contradicción con las realidades de la vida. Cuando cae el cortinaje de las narraciones que mantenían la fabulación de un régimen político, las contradicciones anegan la vida pública de posverdad. Por todo ello, es más fácil sacar a Franco del Valle de los Caídos que de las instituciones o podemos abominar del ducado de Franco, con grandeza de España, pero no olvidar que la monarquía que concede esos títulos nobiliarios, de la que tan defensores son los partidos dinásticos, fue instaurada, ni siquiera restaurada, por Francisco Franco, caudillo de España.

Son estas contradicciones las que le hacen decir a algunos dirigentes políticos, caso de Susana Díaz, presidenta andaluza, boutade como pedir una Memoria Histórica “que no mire hacia atrás” (sic). Las trampas de esa ilegibilidad narrativa han conducido a una crisis de Estado, poliédrica y global, que alcanza a todos los intersticios del ámbito de la vida pública: político, social e institucional; crisis de índole constitutiva y, como consecuencia, de carácter inconcuso y, por ello, imposible de sobresanar sin un cambio profundo en la fenomenología de poder. En este contexto, si la democracia y las libertades individuales son elementos subsidiarios, sin capacidad contingente, y no axiales de la arquitectura del Estado, los principios de la soberanía popular son estorbados por los fundamentos de un poder acumulativo y autoritario.

 

Todo esto conduce a que cuando se esgrime la ley y la Constitución como argumento intransigente para que espacios políticos confrontados con el poder estén fuera del formato polémico en el debate público, no sea un ejercicio de calidad democrática, sino muy al contrario, suponga la bunkerización de un sistema fáctico de poder que niega cualquier tipo de redistribución y democratización de sí mismo.

 

El discurso real del 3 de octubre sobre Cataluña, impropio de un poder arbitral del Estado, que está obligado a  llamar a la conciliación y el diálogo y no, como se hizo, a la beligerancia más agresiva de una parte contra otra de la polémica política, es un ejemplo manifiesto de un planteamiento de poder que configura un sistema comunicativo que forma parte del mismo poder, la alta estructura del Estado, judicatura incluida, en una dinámica que parece inmodificable. Retomar ahora el diálogo después de haber apoyado sin fisuras, en palabras de Abalos, la política de reducción simplificadora de mero conflicto de orden público y judicialización del problema catalán por parte del Partido Popular, supone para el presidente del Gobierno una reorientación de su planteamiento sobre Cataluña que se sustanciaría en un empobrecimiento del problema si se quedará en un mero gesto de marketing del que tan aficionado es su jefe de gabinete.

Los demás problemas que padece el país tienen su factumen ese origen común de un poder ajeno al escrutinio de la ciudadanía que impide que la democracia, que es en su esencia fundamental un régimen de poder, asalte a un Estado sumido en una contradicción permanente. Los trabajadores empobrecidos, que ofrecen su fuerza laboral por debajo de la subsistencia, las desigualdad, la explotación, la injusticia, la criminalización del malestar ciudadano, la judicialización de la política, la corrupción son las excrecencias de un poder que utiliza la apariencia democrática para evitar su auténtica democratización.