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Las hambrunas

Con los ingresos de una secretaria de Estado en un mes, un pensionista medio con cuatro hijos podría vivir casi tres años.

 

El cerebro de los seres humanos seguirá durante miles de años condicionado por los genes de nuestros ancestros: los cazadores primitivos. Consistía la vida en reproducirse en un ambiente hostil donde los reflejos tenían un protagonismo vital porque de milisegundos dependía la existencia. 

Hace unos doscientos mil años aquellos africanos dieron el salto.  Una herencia la constituye el fútbol, rey de los deportes de confrontación, campo de guerras tribales  y  en muchos casos con latidos de etnias.

Afortunadamente, el núcleo acumbens o la amígdala, situados en la zona más profunda o arcaica, sigue protegiéndonos, bloqueándonos la capacidad de razonar. 

Lo dicho consuela cuando el asombro se instala ante tantas escenas primarias pertenecientes a los tiempos de ‘El Carpanta’, personaje popular nacido a mitad de los años cuarenta del siglo pasado, personificación de la hambruna padecida en la posguerra. Pero le llegó el hartazgo a Franco: «¡Coño, ya está bien! Díganle al tal Escobar cambie ‘hambruna’ por ‘apetito’, aquí nadie pasa hambre…». Actuación política nada lejana a otras muchas de nuestros días: tergiversación descarada de la realidad. 

El nivel de vida ha subido y el refinamiento en algunos también. Ya no es esa pieza de pan o ese pollo asado de los sueños ectoplasmáticos del hambriento Carpanta. Ahora, las apariciones son los jamones de muchas jotas, provocadores de los jugos gástricos de muchos distinguidos políticos.  

Me decía confidencialmente una funcionaria en aquella época álgida de los EREs: «En el Palacio de San Telmo destinan una habitación en las navidades para depositar los jamones para los políticos…». A toda persona normal le brota una pregunta: «Amiga. ¿a cambio de nada?». 

Pero tampoco se trata de inmiscuirse en la vida privada de los jamones, en sus idas y venidas, y mucho menos aplicarles el pentotal para cantar por Huelva porque los pobres lo pasaban muy  bien en su Jabujo natal. 

La hambruna será siempre insaciable, genética, parasicológica…, aunque sería muy difícil acabar con el protagonismo simbólico y real de la deseadas  patas, patrones  del intercambio de favores en una nación de carpantas eternos.  

No desearía encontrarme a un político receptor de jamones, no vaya a decirme, aupado democráticamente: «Mire, ciudadano, usted a lo suyo, limítese a votar cada cuatro años y, mientras tanto, déjenos: es mejor para todos. O, ¿acaso tiene envidia por gustar un jamón?

El presidente de la Junta en una reciente comparecencia dijo, entre otras aseveraciones: «Comprendo la desafección de la sociedad hacia la política por la escandalosa corrupción, más en Andalucía». Muy bien, señor presidente, no por obvio resulta subrayarlo con frecuencia por culpa de esos extraños genes, dictadores de la hambruna colectiva, trabajo tiene de sobra. 

El panorama en este año ha sido desolador: desde la provocadora desobediencia a jueces y tribunales del soberanismo catalán con proyectos anticonstitucionales hasta la inquietante formación de un gobierno sanchista a tirones con fórceps, pasando por la sentencia de los implicados en los EREs. Pero tan desoladora es otra larvada hambruna, también institucionalizada, como son los sueldos y prebendas de una clase política estimada en unas 80.000 personas, porque ni se sabe el número exacto. Constituyen excepciones cercanas a la santidad el rechazo de alguno a una subida de sueldo y, por el contrario, predominan las sangres frías para subirse porcentajes del treinta y cuarenta por ciento de una tacada.   

Según estiman expertos en estas cuestiones, con los ingresos de una secretaria de Estado en un mes, un pensionista medio con cuatro hijos podría vivir casi tres años. Los políticos, por ejemplo, tienen derecho a pensiones vitalicias muy superiores a la máxima, además de no ser incompatibles con otros ingresos. Con solo siete años en el Senado un afortunado señor opta a la máxima pensión mientras un trabajador autónomo o por cuenta ajena necesita cotizar 35 años. No procede exponer con detalle un pormenorizado documental al respecto. Más vale. El jamoncito comprado con la extra para estas Navidades podría indigestarse. ¡Solo faltaba!