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Llarena: un juez corajudo

¿Pero quién es un tribunal regional alemán para “juzgar y sentenciar” cuando todavía no lo ha hecho el Tribunal Supremo español?

Resulta sorprendente que tanto el poder ejecutivo como el legislativo catalanes sigan en manos de los independentistas, cuando éstos no llegan ni al 50% del censo de votantes. Disfunción consecuencia de una ley electoral muy perfectible que, en un territorio relativamente pequeño, con solo cuatro provincias,  propicia que la relación representantes-representados sea dispar de unos lugares a otros. Afortunadamente, el tercer gran poder, el judicial, es unitario en toda España y así, por encima del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), está el Tribunal Supremo (TS) y, naturalmente, el Tribunal Constitucional (TC). Igualmente, todos los magistrados, están gobernados por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

 

Que la potestad jurisdiccional en Cataluña sea independiente y no esté controlada por los secesionistas origina el rechazo visceral de éstos contra lo que llaman la judicialización de la política.

 

O, dicho de otra forma, los secesionistas que presuntamente delinquieron durante el dilatado y fallido golpe de estado de otoño de 2017, no pueden evitar que sus hechos estén siendo ahora sustanciados por una justicia independiente. Tanta es la impudicia de la jerarquía secesionista que incluso está tratando de obtener del Gobierno que éste, a través de la fiscalía, logre un carpetazo (archivo) de las actuaciones judiciales contra los procesados, en una especie de ”borrón y cuenta nueva a capón”.

 

La declarada intención del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de normalizar Cataluña mediante el diálogo tiene dos graves inconvenientes.

 

La primera es que el presidente de la Generalidad, Quim Torra ―uno de los dos grandes testaferros del prófugo Puigdemont―, me temo no tiene más mandato de éste que marchar hacia la quimérica independencia; y, en tal camino, jugar además a llenarse la saca a costa del resto de españoles. La inasistencia de la Generalidad a la reunión del Consejo de Política Fiscal y Financiera del pasado jueves, a la que acudieron todas las CC AA menos Cataluña, es la enésima prueba de ello. La segunda razón cae por mera gravedad: “dialogar” con Torra no es hacerlo con Cataluña sino con los independentistas catalanes, que no llegan a la mitad de la sociedad catalana.

 

Sánchez tiene prisa. Y las prisas ―como se sabe― no son buenas consejeras. Por eso no le están saliendo bien las cosas.

 

A pesar de sus reiteradas promesas, no veremos la lista de los que se acogieron a la famosa “amnistía” fiscal de Montoro. Ni veremos un nuevo presidente de RTVE y el correspondiente consejo de administración, hasta la aplicación de la nueva ley de elección de cargos de RTVE por concurso público. Ni, tampoco, se va a sacar fácilmente a don Francisco de su sepultura en el Valle de los Caídos (el castizo guasón diría que se esperasen un poco hasta que el finado salga por su propio pié). Se habla de recurrir al Real Decreto-ley  ―otra vez las prisas―, para la exhumación lo que, en mi opinión, sería un fraude de ley, porque esa norma (art 86 de la Constitución) debe estar fundamentada en razones de “extraordinaria y urgente necesidad”. Razones que, obviamente, no son del caso.

 

Así es que parece que solo el poder judicial ―aparte de otros instrumentos de “último recurso”, en la mente de todos― está hoy atajando la enfermedad independentista. Como cirujano de cabecera opera la figura brillante, límpida y profesional de un magistrado del TS,  Pablo Llarena, instruyendo la causa (ya prácticamente finalizada) contra los golpistas catalanes.

 

Don Pablo es hoy la más corajuda y genuina representación del estado de derecho. Su decisión de inhabilitar a los procesados en tal causa, declarando en rebeldía a Puigdemont y al resto de políticos fugados en el extranjero (de esa forma el procedimiento en su contra será suspendido individualmente, hasta que sean puestos a disposición de la justicia), no solo es impecablemente legal sino plenamente lógica. Bien que todavía no haya sido implementada por el “parlament de la senyoreta Pepis”, cerrado por Torrent ―el otro gran testaferro de Puigdemont―, al comprobar que los independentistas no se ponían de acuerdo sobre el cómo de tal inhabilitación. Y así hasta que a Puigdemont le dé la gana. Con ello, los secesionistas no solo desobedecen a la justicia y ganan tiempo para seguir enredando, sino que además silencian a la oposición. ¡Viva la democracia “a la catalana”!

 

Ha hecho bien el juez Llarena desactivando la correspondiente euroorden y no aceptando la decisión del tribunal territorial de Schleswig-Holstein, que ha negado que Puigdemont hubiera cometido el delito de rebelión y resuelto entregarle solo por malversación.

 

¿Pero quién es un tribunal regional alemán para “juzgar y sentenciar” cuando todavía no lo ha hecho el Tribunal Supremo español? ¿Acaso estamos ante un caso impostado de externalización de la justicia? ¿A eso le llaman cooperación judicial?

 

Sabiamente también, el magistrado Llarena ha resistido la tentación de iniciar una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) para, de acuerdo con el art 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión, resolver la dudosa legalidad de lasentencia alemana. Porque la interposición de tal recurso, suspendería hasta la respuesta del TJUE todo el procedimiento, demorando así el juicio de todos los acusados. Cada cosa a su tiempo y, por tanto, después del verano habrá previsiblemente apertura del juicio oral, mientras Puigdemont y secuaces fugados quedarán vagando por Europa. Si bien, en cualquier momento, podrían ser detenidos si el juez reactivara las correspondientes órdenes de detención y entrega. Cada cosa a su tiempo. Tengo la convicción de que, antes o después, todos los procesados se sentarán en el banquillo.