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Lo inevitable, el gran drama de las mayorías sociales

La hegemonía cultural justifica el statu quo  social, político y económico como natural e inevitable.

Banquo, el personaje del Macbeth shakesperiano, al salir del castillo junto a su hijo comenta de pasada a los hombres que están fuera: let it come down. Cuatro palabras sucintas en referencia a la lluvia que se aproxima y de las que el novelista Paul Bowles extrajo toda una reflexión sobre ese lento transitar hacía lo inevitable. La interiorización psicológica y moral de lo inevitable ha sido a través de la historia el sesgo más sustantivo y característico de la renuncia y la resignación. Y aunque el Papa Francisco quiera ahora sustituir la resignación cristiana por la paciencia, en ambos casos siempre es el resultado de una impasibilidad mecánica e intelectual que conlleva una renuncia, una aceptación de derrota.

 

La hegemonía cultural es un concepto gramsciano, fronterizo a lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llamaba violencia simbólica, que designa la dominación de la sociedad, culturalmente diversa, por una minoría dominadora, cuya cosmovisión, creencias, moral, explicaciones, valores o costumbres se convierte en la norma cultural aceptada y en la ideología dominante, válida y universal. La hegemonía cultural justifica el statu quo  social, político y económico como natural e inevitable.

 

 

 

Esta hegemonía tiene la virtualidad para quien la impone de presentar como perpetuo y beneficioso para todo el mundo, lo que es un constructo social que beneficia únicamente a la clase dominante. Es decir, se presenta como algo natural e irreversible –nadie discutiría la ley de la gravedad- lo que no deja de ser una construcción social artificial como instrumento de dominación. Este es el gran drama hoy de las mayorías sociales: subsistir en el contexto de una sociedad cuya pretendida naturaleza, realidad inconcusa, es la negación de sus propios intereses y, por tanto, de sí misma como agente universal del Estado, lo cual implica también su criminalización, ya que todo lo que es contrario a la naturaleza es tóxico y, como consecuencia, pernicioso.

Este let it come down, tiene como paradigma esquizoide a una izquierda desideologizada que asume la paradójica función política de gestionar bajo los parámetros de la hegemonía cultural de su clase antagónica, lo cual, no solamente deja en absoluto desamparo a su sujeto histórico natural sino que ella misma se sitúa en la negación propia actuando en un espacio que abomina de su función y posición en la sociedad. Ello ha condicionado una oligarquización de los partidos de izquierdas donde una burocracia profesional controla el poder interno sustentada en una red clientelar con una excesiva centralidad de las ambiciones nominativas cuando no de la obsesión por las artes pecuniativae. Esto hacía decir a Michels, el creador de la Ley de hierro de las oligarquías: “Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria aristocrática.”

 

De esta forma, los mismos  partidos cuyo sujeto histórico han sido los trabajadores, considera al asalariado como un fracasado social suprimiéndolo de las cúpulas dirigentes de igual modo que se relega a los intelectuales ya que las ideas ya no son entendidas como principios que estén presentes en la realidad asegurando la armonía y la coherencia del todo, configurando una racionalidad amplia y sistemática.

 

 

Los trabajadores no tienen participación ejecutiva en las empresas públicas, ni en los gobiernos, ni en los cargos políticos institucionales, sufriendo el mundo del trabajo y las clases populares una absoluta orfandad en una sociedad cuyos fines e intereses se fundamentan en su explotación y exclusión.

Es por todo ello, que la vida pública se ha convertido en la exigencia innegociable por parte de la hegemonía cultural de las minorías dominantes de que “cada cual ocupe su lugar”, el que le designan los poderes fácticos, mientras que la verdadera lucha política, como explica Rancière, no consiste en una discusión entre intereses múltiples, sino que es la lucha paralela por conseguir oír la propia voz y que sea reconocida como la voz de un interlocutor legítimo. En palabras de Slavoj Zizek el populismo de derecha, dice hablar en nombre del pueblo cuando en realidad promueve los intereses del poder. Es aquí donde hay que clamar por la resurrección  de la ideología, pues en momentos como éste su tarea no sería exclusivamente política, sino también moral, ya que se trataría de la construcción de instrumentos para concebir y realizar la Historia como una ética de transformación social.