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Los don juanes

Cuando un día una moza se empareje con un vejestorio empobrecido, daré paso a mi consideración.

 

Ahora menos, pero en tiempos lejanos circulaba una frase expeditiva: «Aquel presumido es un «Don Juan». No resultaba necesario aclarar nada: el par de vocablos definía la psicología del personaje y, con algo de imaginación, surgían escenas de los acechos y sus andanzas conquistadoras. Personajes, por cierto, abundantes en la literatura española. En la actualidad ―y con razón― estos dandis enfurecen a una legión de señoras.

Nuestro vecino siempre fue un Don Juan. Resaltaba en el barrio por su traje blanco, los zapatos a juego, almirante impoluto escrutando un horizonte lascivo, sin necesidad de condecoración ni galón alguno. «Mirad, hoy lleva el traje blanco; algo importante trama». La noticia circulaba y los vigías tras las cortinas balconeras azuzaban el ojeo. No sé si la llamada a las miradas resultaba más numerosa en las muchachas del lugar. Pasados  los años enviudó y nos quedamos sin saber los sentimientos de su esposa, señora sumisa y, posiblemente, ciegamente enamorada. El hombre, fiel a su destino ―genético o no― anduvo con la caña puesta, a trancas y barrancas lanzando anzuelos mellados para exasperación de su hijo, la antítesis del donjuanismo. A veces, se sinceraba con los amigos íntimos sobre el esperpento de su progenitor… En lo escrito no hay ficción alguna.

Leí hace muchos años ‘Amiel’ del doctor Marañón y… ¡las cosas de la biología!, don Gregorio aseguraba ser unos personajes acomplejados e inmaduros al carecer de los instintos naturales selectivos, o sea, mucho más varones eran los decantados por una sola mujer. Y, dicho ahora con pudor, entonces experimenté un alivio extraño.

Resulta patético para el servidor escribiente, ver a muchachitas casi púberes enamoradísimas de añosos matusalenes portadores de dodotis, dándose la circunstancia de ser ¡oh, oh! ricachones muy solventes. Entonces el cortejo se despoja de méritos y el donjuanismo se va al garete, término marinero empleado cuando se pierde el ancla, pero en este caso la cordura. Es decir y digo: cuando un día una moza se empareje con un vejestorio empobrecido, daré paso a mi consideración.

Hasta los niños espabilados españoles conocen las largas singladuras de nuestro rey emérito, pariente, no lo sé, de los escandalosamente ricos jeques de Arabia Saudí. Y, claro, si al donjuanismo de don Juan le unimos los regalitos por oscuras comisiones, pues todo lo demás llega por añadidura, o sea, triunfos a terreno conquistado y a pantalón quitado. Conste mi respeto a la privada vida de cada uno o una, pero aquí la cosa no es lo mismo porque hay un  coste por mantener a un Jefe de Estado inserto en una Constitución Monárquica, más obligaciones jurídicas constitucionales por el temor cerval al desplome del tinglado ―pastel apetecido por los admiradores de Lenin―. Hasta tiemblan los republicanos monárquicos, defensores racionalistas del actual entente. Todo parece haber padecido don Juan, el emérito, una catarsis republicana para hacerse y hacer un harakiri a la monarquía al estilo de los kamikazes japoneses o, tal vez, una chochez se apoderó de sus neuronas.

Doña Corina guarda sus cajas y se niega a negociar la entrega para asombro de los anonadados lugareños.  Pero, ¿cómo tiene la aviesa dama una supuesta documentación capaz de explosionar a una nación? ¿Cómo las consiguió?¿Y la Casa Real veraneaba? ¿Y el sesudo CNI actuaba?  Porque un rey no es un ciudadano cualquiera, ―cobra por y para serlo―tiene la servidumbre o grandeza de borbonear si le apetece pero sin llevar la campechanía al estado de alarma. ¡Solo le faltaba a España condimentar el salpicón de coronavirus con un chuletón adobado de especies desconocidas por doña Corina, la guapa y supuesta princesa!

Aunque los ciudadanos bastante tenemos con nuestros problemas, nos implican a opinar desde el temor de lo desconocido. Pero entre líneas observamos la tristeza de Felipe VI, acosado por villanías de su propia familia y del entorno letiziano, más el galopante entorrado de don Quim acompañado del señor Urkullu, hijo político del ínclito Sabino. Acaso por el atrincheramiento debido al maldito virus, se disparó la imaginación y apareció El Marqués de Galapagar proclamando la Tercera República desde la balconada del Palacio de Oriente ―acompañado por dos ayudantes de postín: don Pedro Sánchez y don Iván Redondo―, mientras un Falcon cruza el cielo con la familia real y un grupito de curiosos lagrimea y entona temeroso: ¡Dios salve al Rey!