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Los Franco, unos gamberros

Los miembros de la familia Franco no acaban de digerir que por fin se les ha acabado el poco cuento que aún les podía quedar.

 

El perfil, por desgracia, nos resulta demasiado familiar: chulos, pendencieros, maleducados y faltones. Crecieron creyéndose los amos del mundo y como tales se empeñan en continuar actuando, groseros y convencidos de que todo les está permitido por llamarse como se llaman. Tenían prohibido grabar y grabaron; tenían prohibido gritar y gritaron, hasta se permitieron ningunear a la representante del gobierno… ¿qué hubiera hecho su abuelo en un caso similar?

Alguien podría argumentar que han vivido durante toda su existencia carentes de perspectiva, y que eso les mantiene inhabilitados para tener conciencia real del mundo en el que están. Hasta los aristócratas los desprecian, por advenedizos, y en ningún lugar parecen encontrar fácil acomodo. Fueron niños ricos desde la cuna merced a su abuelo el sátrapa, crecieron desconociendo sus desmanes y nunca supieron muy bien lo que significa trabajar para ganarse el sustento.

Pensaba yo estas cosas el pasado jueves en Cuelgamuros, ante la verja que da entrada al Valle, entre periodistas guiris y dispositivos de seguridad innecesarios. Hacía frío esa mañana en la carretera de El Escorial y, a las puertas de la verja de entrada al complejo, donde la policía había fijado el límite de acceso, había más periodistas internacionales que fachas nostálgicos. Hasta más vacas conté, en la finca de enfrente, que alborotadores patéticos junto a nosotros, camorristas cuya irrelevancia numérica ponía de manifiesto la atronadora soledad en la que la familia del dictador iba a llevar a cabo el traslado de los restos de su criminal antepasado.

Pensaba esto mientras veía llegar, escoltadas por la guardia civil, las tres furgonetas (del Parque Móvil) en que viajaban los herederos gamberros del genocida al que en pocos minutos iban a desalojar del lugar que nunca debió ocupar. En silencio y con mucho frío la familia del dictador llegó sola, estuvo arriba sola y se marchó sola.   

Sola y derrotada, tras año y medio incordiando para intentar retrasar lo más posible lo que no tenía más remedio que acabar sucediendo, una reparación histórica que necesitaba ser consumada de una vez. Los vi pasar, a Francis Franco con la bandera fascista y a los demás con caras de circunstancias, quizás pensando en la pasta que podrían sacar vendiéndole a la revista Hola unas imágenes que tenían prohibido tomar.

Apenas las furgonetas que los trasportaban pasaron por mi lado de vuelta, en dirección a Mingorrubio, y el helicóptero con los restos del dictador se preparaba para despegar, emprendí el camino hacia el Pardo carretera de la Coruña abajo. Aparqué a casi un kilómetro del cementerio, cuando me encontré con el cordón de seguridad donde otros cuatro frikis, apenas un centenar –nada de trescientos, e incluso seiscientos, como llegaron a decir en alguna tele- intentaban inquietar sin éxito a los escasos guardias que vigilaban unas vallas de contención que apenas eran necesarias. La presencia entre ellos del nonagenario golpista Antonio Tejero ponía la guinda que redondeaba el carácter patético de aquella protesta. 

Prescindí de la acreditación que, como periodista, me hubiera permitido avanzar apenas unos metros más y preferí quedarme entre aquellos alborotadores light cuya trasnochada liturgia era la más elocuente expresión de su derrota. Salvo cuatro o cinco anatomías imponentes, de esas cuyos propietarios suelen moldear en los gimnasios para poder trabajar como porteros de discoteca, la mayoría eran ancianos decrépitos como Tejero que lo único que consiguieron con su presencia allí, alejados del lugar donde la comitiva y el helicóptero protagonizaban el resto de la ceremonia, fue aportar con sus cánticos, sus banderas y sus brazos en alto imágenes basura a programas desprejuiciados de unas teles que, huérfanas de imágenes –por su carácter privado- de esta segunda parte de la función, se empeñaban en estirar el chicle y sacar petróleo de donde no lo había.

Los miembros de la familia Franco no acaban de digerir que por fin se les ha acabado el poco cuento que aún les podía quedar y se empeñan en continuar actuando como si las cosas fueran igual que cuando su abuelo estaba vivo. Quizás por eso hasta llegaron a atreverse el jueves a enfrentarse con la policía en el interior del cementerio cuando se descubrió que, a pesar de la prohibición, algunos de los Franco se empeñaban en grabar la ceremonia de inhumación del abuelo con sus teléfonos móviles.

Quienes sostienen que aquello fue un funeral de Estado tenían que haber estado, como yo, en el Valle y en el Pardo, percibiendo la irrelevancia de las protestas, por mucho que la retransmisión pudiera magnificar lo que estaba sucediendo, tanto en un lado como en otro. La foto cenital de Emilio Naranjo que la agencia Efe distribuyó a sus abonados, con la explanada vacía y la familia sola, en medio de la nada, con el féretro camino del coche fúnebre, es el mejor resumen de lo que sucedió. 

¿Podía haber sido todo más sobrio aún? ¿Podía no haber salido a hombros de sus herederos el ataúd con los restos del genocida? También, pero a mí aquella manifiesta soledad, aquella incontrolada necesidad que, aún así, parecía tener la familia de continuar haciendo el gamberro lo resume todo. Han perdido. Por fin. No son nadie. Ahora solo les queda devolver propiedades y prebendas de las que llevan disfrutando ocho décadas entre ellos y sus padres, y que no les corresponden en absoluto. Al final solo les quedará la soberbia y el gamberrismo. Y las exclusivas en el Hola, claro.