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Los intelectuales duques de Sussex

Un millón de euros por una conferencia impartida por los duques de Sussex en Miami, organizada por JP Morgan.

 

A estos pasos la monarquía inglesa puede llegar a otra ‘Corte de los Milagros’ parecida a la nuestra, tan bien descrita por el corrosivo Valle-Inclán. Porque, por lo menos, tres milagros económicos acaban de producirse en la anglosajona: el cobro de un millón de euros por una conferencia impartida por los duques de Sussex en Miami, organizada por JP Morgan;  el suculento acuerdo por parte de la duquesa con Givenchy para rodar películas; y una patente de sus firmas por unos 400 milloncejos de euros.

La docta conferencia del duque Harry consistió en una exposición de la terapia recibida por la muerte de su madre y la de su esposa en narrar la devoción por su marido. Suponemos las muchas horas de preparación de la pareja para entusiasmar al numeroso público, ávido por escuchar el intelectual relato de sus intimidades.

Entonces, a los ciudadanitos del orbe mundial poseedores de, digamos un treinta por ciento de neuronas en  uso, se nos ha puesto cara de imbécil. Yo sigo con pasmo porque esta sociedad poco arreglo tendrá ante las escandalosas situaciones descritas. A más de un científico viviendo en penurias y con escaso presupuesto para la investigación; o a infinidad de instituciones culturales o asistenciales lampando por conseguir modestas cantidades para ir tirando, les habrá invadido el furor de los santos ante el silencio de los dioses. Mientras los poderes, incluidas las circenses monarquías sigan exhibiendo ritos, magias, boatos, riquezas, colecciones de coches, yates, palacios, vestiditos de novias, condecoraciones a destajo, bandas por doquier, uniformes de cosacos, fanfarrias…, y un largo demás entre los cuales destaca la inmunidad, apaguemos nuestras rabias en nitrógeno líquido. Sin olvidar el mimetismo cromosomático de los plebeyos dedicados a la política en ser monarcas con aspiraciones absolutistas.

La cosa viene de lejos porque, entretanto nuestro gran Velázquez pintaba reyes, clérigos, algún bufón y los tontos de siempre, Rembrandt plasmaba en los lienzos lecciones de anatomía. Mientras la gran losa de nuestra incultura nos impedía resolver satisfactoriamente el Dos de Mayo, masas encanalladas vitoreaban a un rey infame, cegados ante la cercana modernidad, matices aparte. Al parecer, tampoco se libra del fervor monárquico un presumido público democrático dispuesto a elevar la estupidez a un alto exponente y gastarse sus dólares en aplaudir a la comercial pareja autoexiliada de los Windsor.

Pues si por varios puntos cardinales nos rodean grandes fortunas monárquicas: desde Marruecos a la emblemática inglesa, la nuestra navega con calma chicha  pero con el corazón palpitante al posarlo en la norteña periferia, intentando no lucir el sello divino del poder en una sociedad aconfesional y con entrecejos republicanos. A pesar de mis andanadas a las líneas de flotación de las monárquicas instituciones acepto la frase de Susan Snyder: «Cada uno de nosotros es un rey dispuesto a entregar su reino». No sé. Pero como el mío lo constituyen mis libritos, el artefacto con el cual escribo, recuerdos del ayer, un cobijo llamado piso y poco más, no creo llore mucho por dejar tan pocos bártulos.

Haciendo por momentos de súbdito de un rey llamado el sabio, Alfonso X,  el cual dijo: «Son unos traidores los pasivos ante los errores de los reyes», les diría a los tales aprovechen los vientos favorables, sea cautos en el yantar y el vestir, moderados en sus palabras para no quedar como lapidarias, caso de Alfonso XIII, mujeriego y engreído: «La carne de gallina en Marruecos se encarece por día». El muy cabroncete se refería a los soldados combatientes en Annual mientras él, seguramente, planeaba alguna algazara palaciega.