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Memoria selectiva o amnesia colectiva

He recordado una vieja historia que habla de una muerte violenta. Una historia oculta, ignorada, como si se tratase un hecho deshonroso.

 

Este articulo habla de lo que hablan todos los artículos. De la incapacidad que las personas tienen de escoger su propio destino. Del tiempo que nos toco vivir. De cómo, casi siempre, vemos el mundo como desearíamos que sucedieran las cosas y no como realmente suceden. A veces, es imposible detener el río de la vida. Pero cuando la vida toca a su fin, retomamos retazos de ese largo viaje y pensamos que, quizá en alguno de esos recodos del cauce debimos tomar el brazo equivocado.

Como en un hechizo mágico, los años de la juventud pasan sin tener conciencia del pasado ni del futuro. El presente se muestra con tal intensidad que nubla cualquier impulso a mirar hacía atrás o valorar, con la suficiente prudencia, el siguiente paso.

Cuesta imaginar o entender siquiera la amnesia colectiva que parece afectarnos a todos, sin importar edad, raza o religión. Pasamos por alto el viejo dicho que nos advierte de que no hay dos sin tres. Es decir, que todo lo que ocurre una vez es posible que no vuelva a ocurrir. Pero todo lo que sucede dos veces, sucederá, sin duda alguna, una tercera vez.

Ahora que las obligaciones laborales me dan un respiro, mirando fotos antiguas y recordando viejas historias de mesa de camilla, empiezo a plantearme la posibilidad de reconstruir parte de mi pasado, un pasado que, al fin y al cabo, en sus aspectos esenciales es común a todos los de mi generación.

Y he recordado una vieja historia que habla de una muerte violenta. Una historia oculta, ignorada, como si se tratase un hecho deshonroso y vergonzante para las víctimas. No quedan testigos directos, todos han fallecido y de sus descendientes nadie recuerda nada. Solo era, como tantos otros, un inmigrante extremeño. Un humilde trabajador que hacía lo único que sabía: tratar con animales y trasportar toneles de vino en su viejo carro con ruedas y varales de madera. Con apenas treinta años había dejado las resecas tierras extremeñas para aventurarse en la Sevilla previa a la Expo del 29. Aquí conoció a su amada, una chica guapa y bondadosa que había trabajado en cueros y que le dio cuatro hijos. Juntos superaron los primeros envites de la sublevación armada. Nunca supo ni quiso saber nada de política.  Su hermano pequeño del que, además, era padrino, había caído meses antes en la batalla de Teruel, lo mataron el frio y la crueldad de unos mandos que enviaron al sacrificio a miles de jóvenes en una batalla sin interés estratégico ni logístico alguno. Solo la soberbia de coronarse vencedor de una estúpida contienda.

Nuestra pareja contrajo sagrado matrimonio el año 1928 en la Iglesia de Santa Ana, del barrio de Triana y allí nacieron los primeros hijos. Quizá por motivos de trabajo, poco antes de 1933 se trasladaron al barrio de San Julián, y allí nació el último de sus vástagos. El distrito San Román, Macarena era, por esos días, un hervidero de cenetistas, anarquistas, comunistas y pandilleros de distinto pelaje. Las autoridades republicanas sofocaban las constantes revueltas con métodos bastante contundentes, si no que se lo pregunten al dueño del bar “Casa Cornelio” que se ubicaba en el solar que hoy ocupa la basílica de la macarena. Lo echaron abajo a cañonazos.

El numero 23 de la calle Macasta albergaba una casa de vecinos en la que nuestra pareja había instalado su domicilio. Allí nació el pequeño de la familia. A menos de cincuenta metros, en la perpendicular calle Sorda, nuestro hombre tenía un pequeño almacén donde guardaba su yunta de mulas, el carro y los Bocoyes con distintas variedades de vino que, una vez trasvasados a pequeños toneles, eran repartidos por las abundantes tabernas del barrio.

Como cada mañana besó a su mujer y abrazó a sus pequeños. Tenían como costumbre, tras dejar a buen recaudo a su prole, tomar una taza de café con leche, unos churros y una copita de anís en el bar del cercano mercado de la calle Feria. No cabía duda, era una pareja de enamorados. Luego cada uno a sus quehaceres.

Ese día de finales de la década de los treinta, con la guerra civil cobrándose vidas en otras latitudes, dejó a su mujer a la puerta de su casa y dobló la esquina para llegar a su pequeño almacén. Algo inesperado aguardaba a nuestro hombre y en menos de cinco minutos, un vecino dio, a gritos, la voz de alarma. El cuerpo inerte de este hombre colgaba de una cuerda atada sobre una viga de madera de su almacén. Sobre su propio carro, con sus propias mulas, con su propia cuerda.

Y hasta aquí, todo cuanto había podido recopilar. El pequeño de la familia, el único que andaba por casa a esas horas, recordaba haber visto a su padre colgando del techo. Decía tener cinco años cuando esto ocurrió. Es decir, si nació en 1933, el año del extraño suceso debió ocurrir en 1938 o 1939.

Se me ocurrió ir al registro civil a pedir la partida de defunción de este hombre. La amable funcionaria que me atendió debía tener un mal día pues su respuesta fue simple: sin fecha exacta aquí imposible, siga usted investigando.

En un intento por no desesperar me dirigí al cementerio de San Fernando y solicité la búsqueda de esta persona entre los años 1939 y 1940 puesto que, haciendo una simple cuenta mental, los cinco años del hijo menor empezaban a computar días antes de 1939. La respuesta igual de simple. Ese dato hay que buscarlo en los libros y la funcionaria esta de vacaciones. Varias llamadas telefónicas y otra visita a las oficinas del cementerio. En esta ocasión, la atenta chica al servicio de documentación me largó la siguiente frase: En el año 1939 esta persona no figura en nuestros archivos, quizá lo trajeron, lo tiraron ahí y no lo apuntaron. No se si irritado o triste o ambas cosas le pedí nuevamente a esta amable y sensible funcionaria que necesitaba conocer la fecha exacta para poder continuar con la investigación y que hiciese el favor, del que quedaría eternamente agradecido, de mirar en el año 1940. Pasados los días y varias llamadas infructuosas, nueva visita a las oficinas del cementerio. En esta ocasión la atención algo más atenta y educada y la respuesta que consultados los años 1939 y 1940, incluido el archivo de disidentes, este hombre no consta.

Bueno, la gaita comienza a tomar volumen y suscribo escrito manual solicitando la posibilidad de, para no entorpecer la ardua y compleja labor de estos funcionarios, poder consultar de propia mano los libros correspondientes a los años 1938 y 1941. Por descarte habrá que llegar a encontrar a esta persona.

Me preguntan si tengo carné de investigador y respondo que llevo veinte años investigado, que esta no es una investigación judicial, sino personal, pero a la que cualquier ciudadano español tiene pleno derecho. Me dicen que eso lo tenía que autorizar su jefe de servicio.

Hace unos días recibí una llamada de un funcionario del que no recuerdo el nombre para confirmar los apellidos de la persona a buscar y me comunicó que él se encargaría de mirar esos años.

 

No sabemos si esta persona se suicidó o lo suicidaron. Estamos en ello. Pero resulta evidente que, al no figurar como miembro de ningún partido de izquierdas, o anarquista, terroristas, separatistas o no estar en las listas de los afiliados a organizaciones sindicales, esta persona, anónima, no entra en los cánones establecidos por la tragicómica Ley para la menoría histórica. ¿De qué memoria me habla?.  De la memoria selectiva. O mejor, de la amnesia colectiva.

 

A lo largo de su historia, el socialismo ha demostrado suficientemente que sus políticas no han servido para atenuar las diferencias sociales, sino para variar el sentido de los desequilibrios. Variar el sentido de la historia. Ignorar y satanizar a unos ensalzando y adulando a otros.

Ahora los comunistas como antes los progresistas y antes los conservadores hacen balance de sus trincheras, de sus héroes, de sus logros. El comunista tipo pretende anular al ciudadano en pos del estado, pasando éste a ser un elemento desprovisto de individualidad incardinado en un ente superior: La comunidad. Los inscritos e inscritas impulsarán leyes contra las congregaciones religiosas. Estas leyes impedirán a estas ordenes religiosas dedicarse al comercio, a la industria y la enseñanza. No sólo se trata de cercenar la posibilidad de mantenimiento económico de la iglesia, sino de limitar su influencia en la sociedad.

Eso ya ocurrió en la primera república y Azaña impulsó leyes en este sentido durante la segunda república.

Pero ya hemos olvidado que no hay dos sin tres. Los individuos anónimos no existimos, solo los inscritos y las inscritas. Los muertos represaliados solo son aquellos que figuran en el listado de las centrales sindicales o partidos políticos. Los demás son seres anónimos. Quizá un día nos tiren ahí (a las puertas del cementerio) y ni siquiera se molesten en apuntarnos.

 

Continuará