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Nacionalismo adolescente

Un sarcástico De Quincey escribió “Uno empieza por permitirse un crimen, pronto no le dará importancia al robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”  Si consideramos crimen aprobar normas de desconexión saltándose cualquier legalidad, la cita casi podría describir lo sucedido con el procés. Se empezó con ese crimen. No sabemos si con las preocupaciones, al señor Junqueras, ferviente católico, se le pasó ir a misa el 1-0 y, al final, las cosas –la declaración de independencia- se han dejado para el día siguiente.

Todo esto puede parecer infantil, pero el nacionalismo es adolescencia. Se asemeja a esa edad de los grandes absolutos, la exaltación del grupo, la urgencia por parecerse a tus amigos. Y, también, el placer de no asumir consecuencias por tus actos. Te cuelgas una bandera a lo capa, como cuando jugábamos a superman. Te unes a otros con el mismo atuendo, para sudar y saltar y bailar y gritar convencido de que construirás “días y estaciones a la medida de nuestros sueños”.

Mas la adolescencia es inconstante. Pareciera que han pasado océanos de tiempo desde que grupos de estudiantes eran animados por Tardá  a levantar los muros de la patria. Sin embargo fue apenas hace quince días. El día en que debía proclamarse la independencia, el momento de tomar las calles, celebrar e impedir que alguien se rajara en el último minuto, falló el aforo. Unos tractores, unos miles de fans que parecían aclamar a la selección. Catalana, por supuesto.

 

Cuesta comprender como una parte de la izquierda española es compañera de viaje del nacionalismo.

 

¿Cuándo empezó a parecer menos cool la euforia nacionalista? Lo situaría en el momento en que los bancos anunciaron que se iban y prensa hasta ahora comprensiva con el procés empezó a publicar editoriales alarmados. El brillo lo da el dinero. Lo que te hace superior es tener pasta y el nacionalismo va de ser superior. La expresión no somos superiores ni inferiores sino distintos, significa en realidad. “claro que somos superiores, ¿no ven que lo que nos hace diferentes es que tenemos todas las virtudes?

Cuesta comprender como una parte de la izquierda española es compañera de viaje del nacionalismo. Este se parece al populismo y se confunden en el manejo de las emociones y del pueblo, pero no es igual. Para el populismo, pueblo son los de abajo dominados por unas elites corruptas, para el nacionalismo pueblo es todo el que comparte la identidad nacional, incluyendo esas élites, incompatible con otras identidades culturales posibles.

La ficción de que sería posible una identidad nacional en la que cupieran otras identidades se acabó del todo con la manifestación unionista. Días antes los nacionalistas cantaban “las calles siempre serán nuestras”, ajenos a que esos gritos evocaban la película Cabaret, cuando un encantador adolescente rubio comienza a cantar tomorrow belongs to me, el futuro me pertenece. La cámara se aleja y en su brazo se ve la esvástica. Cuando los unionistas también quisieron compartir la calle, LLuis Llach acuño la expresión ni rectificada ni criticada. Los llamó buitres. En Ruanda, los hutus radicales usaron la palabra cucaracha, por cierto. Deshumanizar al discrepante.

 

Para los demás, también la cuestión va de dinero, y debe decirse. Ese modelo tenía como gran fallo crear unas autonomías cuya responsabilidad es gastar, quedando el Estado central en la tarea de recaudar.

 

Sigo pensando que los líderes nacionalistas, no necesariamente coincidentes con los líderes políticos nacionalistas ni con el volks, el pueblo, han ganado. Al precio de dejar todo hecho un lío, del resentimiento y la división. Parte de razón llevan, fíjense. Pero cuando un Pablo Iglesias, más sobreactuado de lo habitual habla de negociación, y lo mismo vale para todos los que creemos que hay que dialogar, no basta con quedarse ahí. El contenido del dialogo es importante. Para los nacionalistas políticos se trataría de negociar entre España y Cataluña, como iguales, la transición a la República catalana. Básicamente cuanto tendría que seguir pagando España y cuánto tiempo. Al fin y al cabo compensa lo que antes se ha llevado. Los economistas del nacionalismo catalán lo dejaron claro, “el modelo autonómico español está basado en una solidaridad interregional arbitraria e ilimitada”.

Para los demás, también la cuestión va de dinero, y debe decirse. Ese modelo tenía como gran fallo crear unas autonomías cuya responsabilidad es gastar, quedando el Estado central en la tarea de recaudar. Así se propicia el despilfarro, la desmesura en los sueldos públicos, la irracionalidad en las plantillas y el victimismo, a partes iguales. El final del trayecto, el Estado federal, es un sistema parecido al cupo vasco –aunque a estas alturas y con la fuga de empresas a Cataluña le interesa menos que a Madrid y Valencia- La nueva estructura territorial  tendrá ganadores, las comunidades ricas y perdedoras, las pobres. Y hay que decirlo. Una vez aclarado, negocien.