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Navidad

«El tiempo se paró. Las horas, los minutos y los segundos eran míos y nada de lo que ocurriera a mi alrededor me importaba, porque había muerto mi madre»

Maria Jose Andrade
María José Andrade

La noche del 24 de diciembre de 2004 iba a ser como cualquier 24 de diciembre de cualquier año. No lo fue: El día había sido extraño. Un frío gélido se colaba por una ciudad que suele tener temperaturas agradables y por eso las calles estaban vacías de gente.

Casi toda mi familia se encontraba enferma y por eso estábamos improvisando sobre la marcha el celebrar la Nochebuena todos juntos, cada uno en su casa, o directamente meternos en la cama y esperar a que pasara.

Finalmente nos decidimos por lo primero y nos reunimos para sentarnos en torno a la mesa y compartir comida, momento y gripe.

La cena transcurrió sin sobresaltos. Charlamos, reímos e incluso lloramos cuando recordamos a mi padre que apenas hacía dos años había fallecido. Él era un hombre que se hacía notar donde estuviera y echábamos de menos su sentido del humor, su sonrisa socarrona y sus palabras sabias y tranquilas que tanto sentido común nos transmitía.

Mi madre, cuando hablábamos de él, solía decir que tenía ganas de morir. No sabía cómo vivir sin él y ya nada tenía sentido si mi padre no estaba con ella. Esa noche lo volvió a repetir y a mí me dio un vuelco el corazón porque no entendía como podía decir eso con esa tranquilidad y mirándote a los ojos en una noche tan especial. Ella lo había intentado pero una vez más se rendía.

Esa noche fue la primera noche que durmió en mi casa desde que enviudó y a las cinco y media de esa madrugada me despertaron sus gritos llenos de angustia llamándome.

[blockquote style=»1″]El tiempo se paró. Las horas, los minutos y los segundos eran míos y nada de lo que ocurriera a mi alrededor me importaba porque había muerto mi madre…Mi madre, esa mujer divertida, guapa y llena de vida.[/blockquote]

La encontré medio asfixiada. Le faltaba el aire y no podía respirar. Sus ojos estaban llenos de miedo, y si apenas hacía unas horas que nos había dicho que quería morir, yo vi en su mirada la angustia y el terror de la muerte cercana.

Me muero, dijo… y murió. Apenas una hora más tarde el médico certificaba su muerte por una insuficiencia cardiorespiratoria. Su corazón no pudo con tanta pena y la venció.

Cómo expresar lo que sentí. Es imposible explicar cómo ver que el mundo se abre bajo tus pies. Cómo el mapa de tu vida queda destrozado y la pena se instala en el alma.

El tiempo se paró. Las horas, los minutos y los segundos eran míos y nada de lo que ocurriera a mi alrededor me importaba, porque había muerto mi madre… Mi madre, esa mujer divertida, guapa y llena de vida.

Aún siento en mis manos el calor de la urna en la que estaban depositadas sus cenizas. Sesenta y siete kilómetros abrazadas a la que fue la mujer que me dio la vida. Quería ser consciente de todo: del aire que respiraba, de sol, de la brisa helada que se colaba por la ventanilla de coche, del murmullo de los que me acompañaban, del olor a madera y a campo, del sonido de los pasos por el cementerio. No quería olvidar nada de ese momento único que me iba a separar de ella.

La vuelta fue en silencio porque hasta las palabras me dolían. Cuando bajé del coche quería que todo fuera distinto pero no: esa fuerza que se llama vida había seguido sin mi madre.

Era 25 de diciembre, Navidad. Era viernes y hasta el lunes 28 no pudimos enterrarla. Ese mismo fin de semana tuvo lugar el tsunami. Una serie de olas barrieron, literalmente, las costas de la mayoría de los países que bordean el Océano Índico.

[blockquote style=»1″]¡Qué equivocada estaba! Cuando encendí la televisión comprobé horrorizada la devastación más absoluta. La fuerza de la naturaleza lo había destruido absolutamente todo. Miraba absorta imágenes sin sonido donde una gran ola había arrasado con la vida, con la tierra, con todo.[/blockquote]

Es verdad que en el tanatorio teníamos a nuestra disposición distintos periódicos pero en ningún momento fui consciente de que estuviera ocurriendo en el mundo algo más terrible de lo que me estaba pasando a mí.

¡Qué equivocada estaba! Cuando encendí la televisión comprobé horrorizada la devastación más absoluta. La fuerza de la naturaleza lo había destruido absolutamente todo. Miraba absorta imágenes sin sonido donde una gran ola había arrasado con la vida, con la tierra, con todo.

Familias enteras habían desaparecido y en un desierto lleno de escombros la gente gritaba al cielo, impotente, pidiendo una respuesta a quien se suponía los tenía que proteger.

Embobada veía las imágenes de la destrucción total una y otra vez. El agua iba ocupando lenta y ferozmente las calles por las que apenas hacía minutos se agolpaba la gente haciendo lo de todos los días: vivir.

Y ahí, en medio de la destrucción, me di cuenta de que yo, que me sentía tan perdida y única por mi tragedia particular, no estaba sola. Sentí que aún en la distancia que me separaba de una tierra tan lejana,  había más gente que lloraba conmigo.

Compartí mis lágrimas y lloré por ellos y con ellos. Por su pérdida y por la mía y por esas vidas que nos habían arrebatados a todos en ese día.