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Necesitamos a los mejores en la política, pero el sistema los expulsa

Francisco Rubiales
Francisco Rubiales

Estamos en el borde de uno de esos abismos históricos que pasan a la posteridad como grandes crisis, en los que los países y las sociedades, urgentemente necesitados de cambio, son zarandeados y golpeados sin piedad, hasta el agotamiento, donde las certezas desaparecen y los valores no se encuentran, dentro de mareas de angustia e inquietud, etapas en las que los verdaderos líderes no aparecen y el mundo sólo está dominado por mediocres y, a veces, por malvados.

En esas etapas oscuras y agónicas, en los que el mal gobierno y la torpeza pueden representar sufrimiento y hasta muerte, los pueblos necesitan a los mejores para que los conduzcan, pero los mejores dotados de decencia, capacidad y ética no tienen cabida en la política actual, dominada por mediocres y miserables. El sistema está bloqueado y el resultado es un océano de torpeza, incapacidad de liderazgo, injusticia y mal gobierno que en lugar de neutralizar o paliar los efectos de la crisis los incrementa y agudiza.
Ante este trance histórico, la única salida de los pueblos es congregar a los mejores para que ejerzan el liderazgo y gestionen el poder, de manera que el nuevo orden llegue con los mínimos daños posibles, sin injusticias extremas y sin violencia.

Los actuales partidos políticos, casi sin excepción, son reliquias encubiertas de los fascismos rojo y negro, hijos disimulados de Stalin y de Hitler, los vencedores políticos postumos de la II Guerra Mundial.

El problema es que el coto del poder está cerrado a cal y canto porque los partidos políticos, ahogados en la mediocridad, rechazan a los seres inteligentes y virtuosos. Los políticos y sus partidos se han apoderado del sistema y del Estado, convirtiéndose en organos instituidos dentro del mismo Estado, ajeno a los ciudadanos y al bien común, habituados a velar y a luchar unicamente por sus propios intereses, acumulando poder y dinero, víctimas de la avaricia y del abuso, sin un a gota de democracia en sus ideas y comportamientos. Esos partidos no pueden «ayudar» a cambiar un orden por otro, no sólo porque son instituciones viciadas sin posibilidad de regenerarse, sino porque es metafísicamente imposible que del abuso, del vicio y de la corrupción puedan surgir la regeneración y las políticas y los valores que la Humanidad necesita incorporar el nuevo orden.

Los actuales partidos políticos, casi sin excepción, son reliquias encubiertas de los fascismos rojo y negro, hijos disimulados de Stalin y de Hitler, los vencedores políticos postumos de la II Guerra Mundial.

La imposibilidad de practicar la democracia interna y sus vicios íntimos hacen de los partidos enemigos de la democracia, aunque en sus declaraciones públicas la defiendan y la proclamen. La democracia que ellos han instituido es una estafa que no respeta ni una sóla de las reglas básicas de ese sistema, sin separación de poderes, sin controles suficientes, sin la primaciá del ciudadano, sin sociedad civil, sin leyes iguales para todos, sin elecciones realmente libres, sin etica democrática, sin igualdad de oportunidades, con gobiernos incrustados en el Estado, sin respeto a la verdad, sin prensa libre, sin decencia de ningún tipo.

Los políticos actuales, ajenos al bien común, adictos a los privilegios, alejados de la ciudadanía, incapaces de regenerarse, impermeables a los valores y al bien, son una apuesta segura por los desordenes, la violencia, el sufrimiento extremo y hasta las guerras que el cambio de orden, mal gestionado, puede traer consigo.

Cualquier análisis independiente y honrado de la política actual conduce siempre a la misma conclusión: los partidos políticos y los actuales políticos no sólo son inservibles, sino que constituyen el principal obstáculo para la regeneración y, lo que todavía es peor, la mayor barrera que impide que el advenimiento del nuevo orden y la salida de la inmensa crisis que se avecina sean afrontados con inteligencia y paz. Su dedicación intensa a embrutecer al pueblo, a eliminar la disidencia, a mantener la injusticia y a conservar sus privilegios a toda costa los convierte en inservibles y nocivos.

La conclusión, llevada hasta sus últimas consecuencias, permite afirmar que los políticos actuales, ajenos al bien común, adictos a los privilegios, alejados de la ciudadanía, incapaces de regenerarse, impermeables a los valores y al bien, son una apuesta segura por los desordenes, la violencia, el sufrimiento extremo y hasta las guerras que el cambio de orden, mal gestionado, puede traer consigo.

No son estos tiempos para permitir que sean los mediocres y los corruptos los que decidan por nosotros y menos si sabemos que lo harán con egoísmo y anteponiendo una y otra vez sus intereses propios, muchas veces mezquinos, al bien común y al interés general. Esa dejadez cobarde y anti cívica, puede conducirnos al desastre.