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No se negocia con los golpistas

23 de Febrero de 1981. El general Jaime Milans del Bosch, el general Alfonso Armada y el teniente-coronel Antonio Tejero encabezan un Golpe de Estado contra el Gobierno español. Sofocada la militarada, el 25 del mismo mes, Leopoldo Calvo Sotelo es investido Presidente. El nuevo gobierno, consciente de su papel crucial en una sociedad moderna, democrática y progresista, quiere rehuir cuanto sea posible la crispación y el caos. Decide iniciar un proceso de dialogo con los rebeldes, por lo que les conmina a declarar en el Congreso de los Diputados y a diseñar una comisión negociadora para estudiar sus peticiones. En la calle, un sector de la ciudadanía aplaude la disposición del poder. Detenciones, encarcelamientos y enjuiciamientos son medidas inasumibles para ellos. Diálogo, y no represión, por Dios. Las difíciles conversaciones se saldan con éxito. El PCE será ilegalizado de nuevo, el proceso autonómico detenido y duras medidas contra el terrorismo entrarán en vigor en la presente legislatura.

 

Imagínense. No menos es lo que proponen los partidarios del “diálogo” con los rebeldes independentistas. Una completa locura, engalanada con el juicio simple que permite el sentimentalismo exacerbado no exento de demagogia y, por qué no, de unas justas dosis de cinismo. Los tiempos han cambiado, afortunadamente. Los golpes palaciegos con tiros al techo han pasado, con toda seguridad, a la Historia en España. Los sediciosos emplean estrategias más sutiles pero no menos peligrosas. Desde la manipulación de los medios de comunicación, el empleo de dinero público para cometer ilegalidades, la coacción social y política sobre las empresas y personas físicas no independentistas hasta, quizá lo peor de todo, la manipulación de la Educación para lavar el coco a los niños y enseñarles a odiar a España. Pero el día 1 de Octubre se cruzó la línea.

 

Los derechos no existen si no hay garantías. Esto es lo que diferencia al Estado de Derecho de las dictaduras autoritarias y de las totalitarias

 

A quienes gustan de seguir el eslogan engañoso diseñado por los independentistas y distribuido por los partidos políticos anti-estatales de que “se reprimió al pueblo catalán por ejercer sus derechos” quisiera recordarles un par de cosas. La primera: los derechos no existen si no hay garantías. Esto es lo que diferencia al Estado de Derecho de las dictaduras autoritarias y de las totalitarias, donde el entramado legal siempre está a disposición del arbitrio del gobernante. Aquí, con todas las salvedades y críticas que se pueden y que hay que hacer, la Constitución, así como la legislación de desarrollo penal, civil, administrativa y laboral dotan al ciudadano de unas garantías. Ampliables y a menudo menoscabadas por la clase política. Pero garantías al fin y al cabo, muy diferentes del panorama de franquismo 2.0 que quienes no lo han vivido o no han cogido un libro de Historia en su vida se empeñan en vocear en las redes sociales, plataforma de autopromoción para la miseria intelectual más hiriente. Por lo tanto, el referéndum ilegal convocado por los independentistas no ofreció a los catalanes en ningún momento la posibilidad de ejercer derecho alguno por cuanto no se ofrecían para el mismo las mínimas garantías del derecho de sufragio más elemental. La pantomima del censo universal y que cualquiera pudiese votar en cualquier colegio se convirtió en una broma bastarda para el demócrata de a pie y para el pueblo soberano, el español, que presenció un pucherazo y un falseamiento electoral como no se veía desde 1936. Por si fuera poco, el clima de violencia y de guerra civil sociológica, enfatizado por la omisión de los mozos de su deber constitucional elevó la vergüenza a la indignación. El Estado, simple y llanamente, no puede permitir que dentro de su esfera de autoridad soberana se cometan actos delictivos de este calibre. Como de ningún otro.

 

Es hilarante que se siga diciendo eso de que se cargó contra manifestantes indefensos.

 

La segunda: los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado acudieron a Cataluña no a reprimir al “pueblo catalán”, afirmar lo cual es una infamia, sino a hacer cumplir la Ley a los que la estaban violando y ante los que a día de hoy la siguen violando. Es hilarante que se siga diciendo eso de que se cargó contra manifestantes indefensos. Las pruebas, las imágenes, dicen lo contrario. Los que ocuparon ilegalmente y por la fuerza edificios públicos, los que reventaron tres coches de la Guardia Civil e impidieron a los agentes llevar a cabo los registros y las detenciones que los tribunales habían decidido, los que atrancaron puertas y lanzaban objetos e insultos a los agentes, los que amedrentaban a los no independentistas y se hacían por la fuerza con la vía pública no eran manifestantes indefensos. Eran personas que estaban cometiendo delito. ¿Qué se supone que debían de hacer los cuerpos ante la dejación de funciones de los mozos, cuando no ante su complicidad activa con los delincuentes? ¿Quedarse de brazos cruzados una vez que las intimaciones a la deposición de tales actitudes no solamente eran ignoradas sino que además eran contestadas por la fuerza? Nadie en su sano juicio sugeriría tal cosa. Y si ha habido excesos, como los ha habido, los tribunales tendrán que actuar para dirimir las responsabilidades de los agentes que los cometieron. Pero de ahí a afirmar que el Gobierno reprimió al “pueblo libre” media el Océano Pacífico.

 

Hasta ahí podríamos llegar de afirmar que hay que cumplir las leyes sólo en la medida en que uno esté de acuerdo con ellas.

 

Lo que define a una Democracia es el Estado de Derecho. Y el Estado de Derecho es la primacía de la Ley. Nos gusten estas o no. Hasta ahí podríamos llegar de afirmar que hay que cumplir las leyes sólo en la medida en que uno esté de acuerdo con ellas. Y si la Ley no nos gusta, pues habrá que cambiarla. Siempre dentro de esa misma legalidad y con las mayorías que los votantes nos otorguen. Cualquier cosa que no sea eso ni es democracia, ni es derecho, ni es libertad. Es dictadura y es golpismo, en la peor tradición del pronunciamiento militar castrense y de los asaltos a la legalidad de Maciá y Companys durante la Segunda República. Ahora con niños como escudos humanos. Una innovación de la que se sentirán orgullosos. No se puede negociar con estos capitostes del nacionalismo totalitario, excluyente y xenófobo porque hacerlo, por no hablar ya de otorgarles la más mínima concesión, implica darle legitimidad y recompensa a lo que han hecho. Significa decir a los ciudadanos españoles que el Estado de Derecho es una broma, y que si quieren sacarle concesiones a ese Estado, la medida predilecta es saltarse la Ley. Si cualquiera de nosotros, ciudadanos corrientes y molientes, hiciéramos si acaso una fracción de lo que han llevado a cabo los independentistas, el peso de la Ley caería, justa y duramente, sobre nuestras cabezas. Me pregunto yo ahora: ¿es que ellos son diferentes?