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Noviembre, mes de lutos y difuntos

Las lápidas recobren los cincelados, manera sutil de disipar los feos interiores. 

 

En su mes los difuntos parecen reclamar un singular recuerdo, ocasión esperada por los vendedores de flores y otros adornos para hacer ‘su noviembre’, cosa de la cual me alegro por unos ingresos extras, pero sin usura, claro. Tal vez los familiares abrillanten los exuberantes panteones y las lápidas recobren los cincelados, manera sutil de disipar los feos interiores. 

Ahora mis recuerdos se avivan y las sensibilidades afloran cuando, al buscar un libro tropiezo con el álbum familiar, o lo busco movido por un deseo; entonces, sea agosto o abril quedo absorto mirando las fotos, dándome la impresión de cobrar vida, tal vez por el húmedo pestañeo, movimiento incontrolado de mis pupilas con alguna extrasístole contenida.

La incógnita de la muerte en esa ecuación erotizada y vulgar, debería ser despejada a los largo de la vida comenzando por suprimir los paréntesis de la mitificación. Curiosamente, el denominador común, digamos accidentes vasculares, Alzheimer, agresiones, guerras, hambres, locos al volante… nos advierte de los peligros. 

La muerte me inspira turbación y poco miedo porque nuestra naturaleza puede desfigurarnos en los finales y crear aprensión a nuestros seres queridos, aunque ahora se lleve retocar con su mijita de maquillaje el cadáver para alivio del personal: «…parece estar vivo…¡lástima! era tan bueno…». La dignidad añorada para la muerte debe buscarse cada día en el difícil arte del vivir diario, aceptando los males físicos, cada uno con su rostro, igual a la diversidad del  nuestro. El enfadarse o rebelarse resulta un pataleo de inmaduros. 

Mas nos vale aceptar la muerte como una vulgaridad necesaria para darle oportunidades a nuestra especie en su imperativo genético de perdurar. Más de una vez surgió la pregunta del alumno pensador: «Si la muerte no existiera el planeta tendría una población inmensa de sapiens y su peso sería imposible de sostener, cayendo al vacío o yéndose de la órbita. Por otra parte, el hombre con su proceder altivo le brindó al Creador la expulsión del Paraíso para castigarlo con la muerte, la enfermedad o el trabajo… ». Ante la inocencia descarnada uno busca el escape con un deseo:«¡Tierra, trágame!».   

Desconocemos los dolores en nuestra llegada ─las madres por supuesto los sufren─ pero con frecuencia resulta complicado escapar de este mundo sin una contribución penosa, salvo un jamacuco fulminante. Me comentaron en cierta ocasión el cartel de una sala de autopsias: «Aquí la muerte se alegra de llegar para ayudar a la vida». Al respecto, después de rebuscar encontré las sabias palabras de Séneca, cuyo resumen escribo: «No renunciaré a la vejez si permanezco lúcido. Pero si mi mente comienza a debilitarse abandonaré este pútrido y vacilante edificio. No huiré si la enfermedad se cura. No levantaré la mano contra mí mismo a causa del dolor, porque morir así es dejarse vencer…». Sin duda era un intelectual, consciente de cultivar la mente, dejando al cuerpo como vehículo necesario. 

Conozco a varios amigos hipocondríacos, psicopatía portadora de sufrimientos. Desde jóvenes frecuentaron los médicos ante un inminente mal presentido. Hoy, a sus ochenta y pico de años uno de ellos persiste en dicha tendencia. Igualmente, hombres profundamente creyentes en una vida futura placentera al menor síntoma hacen cola para exasperación del galeno. «Tu seguridad ─les digo─ en un más allá confortable se contradice con el temor a dejar este mundo traidor…». Dicho lo cual con afecto y humor a raudales. Es curioso la atracción de la medicina por las personas más angustiadas ante  la muerte. Algunos  ─nada me extraña, conozco un caso─ médicos optaron a dicha profesión para lograr un poder, aunque sea relativo, claro, sobre la muerte. 

En estos momentos escucho una habitual reprimenda de mi mujer: «¡¿Otra vez has olvidado las pastillas para los divertículos?!».