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Pasar de las corbatas

Pocos herederos se disputarán la arcaica herencia de unas corbatas.

 

Las opiniones son granizadas acompañadas de ruidos, unas sobre el papel prensa, otras transformadas en charcos parlanchines y las demás en inundaciones televisivas. Al final, pocos conseguimos mantener secas las ropas, incluidas, claro, las corbatas. Apuesto las colecciones llorosas dentro de los armarios, alineadas estalactitas multicolores, incluida alguna luctuosa. Sin duda, una costosa colección destinada a acolchar los ataúdes de sus propietarios porque sus vidas terminarán juntas. Pocos herederos se disputarán la arcaica herencia de unas corbatas.

Hecho un verdadero niño, diez años aproximadamente, usaba una sola corbatita confeccionada por mi madre por mor de un presupuesto familiar escasito, colgadura distintiva, igual a los tocados en parte del siglo XIX, de contundencia por marcar con precisión la clase social: gorras, sombreros, bombines… limitaban territorios, o sea, clases. Pues unas veces por querer pertenecer sin avales contundentes, otras por derecho propio y también por ese toque heredado de otras épocas, las corbatas reinaron con poderío.

Hoy, según previos estudios de prospección minuciosos, los políticos antes de un acto recaban lo procedente o no de ponerse una corbata, incluido el color para entonar con el traje, anchura y quizá largura según los dictados de la moda. Pero por sus ausencias en los últimos tiempos lo informal, campechano y, sobre todo progresista, resulta no llevarla. Algo así ocurría en la Argentina de Evita con sus descamisados, ¡cualquiera era el osado de asistir con americana y corbata a un mitin! Se deduce en determinadas casos el atavío o hábito como hacedor del monje, y donde secundariamente quedan el bagaje y los pertrechos intelectuales.

 

Las llamadas ‘pajaritas’ pertenecen al mundo de los caballeros de exquisita elegancia. El llevarlas exigen complementos refinados como coches de colección y una formación titulada en modales y gestos de hidalgos.

 

Las tales tienen servidumbres, solo aceptadas por los selectos. Al reconocer mi analfabetismo pajaritero mis opiniones podrían rebelarse contra su autor.

Hace poco a los conductores de los autobuses del Consorcio le impusieron la corbata para exasperación de los mismos, batallando no se le enrede entre los brazos del volante como un apasionado abrazo ‘cobra’, arrebatos imprevistos para el receptor o receptora, terminando todos asustados y, lo peor, estrellado el paisanaje contra algo. A este paso serán los últimos mohicanos y figurarán en los tratados históricos junto a esa pareja de hieráticos mormones o esos testigos de Jehová  inasequibles ante el frío y el calor, siempre a lo suyo pero encorbatados para convertirnos en gente buena e intendencia para su numerosa familia, claro.

Entre los perdedores de la casi extinguida prenda ornamental y simbólica están las empresas de tintorería. En otros tiempos, entre humaredas de planchas y zumbidos de lavadoras se escuchaba: «Doña Dolores, ¿otra vez por aquí con una corbata? ¿Ha sido boda o bautizo?». Ante una cara de circunstancias respondía: «María, no estoy para bromas. Sí, hija, sí, en esta ocasión mi marido la metió en un caldito de puchero calentito con su yerbabuena y todo. De nada sirvieron mis advertencias. En confianza, a primeros de mes hago un apartado para este capítulo. Pido a los santos su desaparición o, al menos, diseñen unas fundas impermeables…».

El asunto me recuerda las apresuradas colgaduras de sotanas al finalizar el Vaticano II. Curas y frailes se modernizaron ‘democráticamente’ para homologarse con el paisanaje, incluidas las corbatas y algún pantalón vaquero. Hoy ─me parece─ solo queda el Padre Ángel portando siempre una roja chillona a medio ajustar o aflojada por cansancio. Aún no he logrado descifrar el significado metafísico de la enseña, aunque tampoco me domina la curiosidad.