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Propagandas gratis

Las Hermanas de la Cruz comparada con la pomposidad de las tiaras, báculos o casullas…

 

Acompañé al abuelo llegado de Argentina en el año 1956 a una zapatería. Antes de introducir la señora la caja en una bolsa con el rótulo de la tienda, se dirigió a ella con gesto crispado: «Vuelva la bolsa, no hago publicidad gratuita». Tenía un físico parecido al de don Ramón y Cajal y el tono imperativo cambió el semblante de la dependienta. Observé la escena, primero sorprendido pero después, más al comentar el suceso camino de casa, me identifiqué con su, al parecer, extraño proceder. Desde entonces ─y aunque no siempre puedo─ practico su costumbre.

Más, y en esta época de los pagos por solicitar una bolsa, me humilla marchar de bobalicón por las calles publicitando a las empresas. Porque, todavía, si hubiese un acuerdo bien en una rebaja del artículo o la disponibilidad de envoltorios vírgenes la cosa tendría otro tratamiento pero no, se da por un hecho consumado el pasear los dichosos llamativos rótulos ante el paisanaje, igual de propagandista. Resulta, pues, una colosal correspondencia multiunívoca propia de un Ionesco.

 

No digamos la proliferación de marcas estampadas en pechos, espaldas, mangas, zapatos o cualquier zona con el logotipazo de la casa fabricante.

 

Mi animadversión es profunda, tal vez heredada de los genes de aquel antepasado  llegado del país de la plata.

En estas cuestiones andan entreveradas sensibilidades. Un compañero licenciado en Física llevaba un logotipo deportivo de generoso tamaño en la espalda de su chándal. Aunque me blinde a comprender la razón, quizá estuviese orgulloso o vanidoso de airear la costosa marca por los confines de sus recorridos. Entonces, con una zumbona voz, aunque en absoluto con afán de ofenderle, le dije algo así: «¿Cuánto te pagan por la propaganda…?». Escuché unas guturales palabras y así quedó. Pero un día, anexo a otro tema, me largó y recordó el gran enfado por mis palabras sobre la propaganda. Quedé estupefacto por el mucho tiempo larvada su crispación.

He rechazado muchas prendas por llevar la marca y, a regañadientes, acepté algunas en miniaturas. Otras arranqué en nombre de mi asumido anonimato. Me regocija observar en las patillas o cristales de algunas gafas el estampado llamativo de la marca, como diciendo el portador o portadora: «¡Eh! mirad y sufrid por el pastón de su precio y, claro, estáis ante un adinerado». Los ejemplos constituyen una larga lista para argumentar un libro de rocambolescas escenas de jolgorios valleinclanescos. Comprendo mi maldad por la ausencia de compasión ante muchas criaturas carentes de otras virtudes públicas, entre ellas la discreción.  Sin embargo, conozco a muchas personas sobresalientes en el mundo intelectual de una sencillez extraordinaria.

 

Aunque las comparaciones serían numerosas,  me viene ahora la absoluta discreción de, por ejemplo, las Hermanas de la Cruz comparada con la pomposidad de las tiaras, báculos o casullas… Los argumentos justificativos los conozco de sobra pero no me sirven.

 

Con frecuencia, analizamos los efectos y aparcamos las causas, para terminar confusos por la ausencia de comprensión sobre nosotros mismos. Es muy posible el muy antiguo y noble deseo por averiguar nuestra complejidad, sobre todo por la imprevisible conducta de los llamados sapiens. Un ejemplo próximo lo tenemos en la reciente política donde amigos y enemigos se destruyen o encaman en alternancias vesánicas. Por estas y otras muchas razones me parecen residir los humanos en unos peldaños inferiores de la escalera evolutiva. O estamos todavía en los primeros escalones por no haber resuelto muchas cuestiones elementales, o el experimento falló por alguna intervención, tal vez  perteneciente al mundo esotérico.

Culparemos al poder de la instrumentalización por impulsar el consumo, nunca saciado, siempre dispuesto a crearnos necesidades a costa de invadirnos con sutiles propagandas. Todo sea por la causa donde nos metieron o disfrutamos metidos. No sé.