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¿Qué hiciste en la transición, Papi?

La política en España está exhalando su último aliento. Y esto tiene una carga sustantiva muy peligrosa.

 

Contaba Camilo José Cela que tenía recortado un anuncio aparecido en las páginas de El Liberal poco antes de la guerra y que decía así: “Viuda joven, saludable y bien parecida desea protección caballero formal preferible funcionario o sacerdote.” Nada de tibiezas, reclamaba la viuda, gente de orden como Dios manda, que está siempre por encima del pecado. Los pusilánimes, los tibios fueron entregados por Dante al peor de los infiernos. «Porque eres tibio, ni frío ni caliente, comenzaré a vomitarte de mi boca» dice el Apocalipsis a la iglesia de Laodicea. Hay una España, terca e impertinente en su constancia histórica, que patrimonializa la centralidad de lo que debe o no debe ser, para, sin reparo alguno, proclamar como excrecencia doctrinaria todo aquello que se sitúa en sus márgenes. Es la nación que se nos declaraba  eterna y que tiene  que serlo por el largo rato de su acomodo en los avatares de nuestro país. Una España añeja que tiene como natural el que ante ella sólo cabe someterse.

La Transición invocó a Lampedusa para que el régimen de poder, sus influencias, ramificaciones, excusas, coartadas y valedores siguieran intactos pero con otra fisionomía necesaria, como un escenario detrás del cual seguían actuando las mismas minorías, con los mismos medios, sobre la misma sociedad moldeada bajo el complejo de no querer ser ella misma. En estos contextos y pretextos, la corrupción no podía constituirse  sino en parte del sistema, ya que la que ahora nos ahoga es interactiva y múltiple, brota de los fondos sociales donde los valores han sido rebajados a prejuicios para poder prescindir de ellos. Es un proceso de índole social, nace de la carencia de moral social como correlato fiel de una situación histórico-social bien determinada.

 

La política en España está exhalando su último aliento. Y esto tiene una carga sustantiva muy peligrosa, ya que sin política los escenarios de la vida pública adquieren unas oscuridades sobremanera indeseables.

 

El factor axial en que se desenvuelve hoy los ámbitos sucedáneos de la política no se corresponden al concepto tradicional de izquierda-derecha, puesto que al negarse desde el poder el conflicto social, desactiva la vertebración política de cualquier narrativa que configure una cosmovisión de los más desfavorecidos socialmente; tampoco hay posibilidad de construir antagonismo ideológicos desde aspectos metafísicos como liberales-conservadores, ya que el nivel de tolerancia del sistema ha llegado a sus límites y, como consecuencia, a una negación del pensamiento. Definitivamente, el gran reto de la disputa desde los estratos influyentes del régimen de poder, lo que se está dilucidando en España en estos momentos se sustancia en el antagonismo entre democracia y un autoritarismo populista que tiene a los intereses de las minorías organizadas como universales del Estado en detrimento de las mayorías sociales y los intereses generales y que por lo cual el régimen se hace cada vez más incompatible con la profundización democrática y el pensamiento crítico.

 

El proceso catalán, como estallido de auténtica ruptura con el régimen del 78, ha supuesto la condensación de todos los resortes posdemocráticos y autoritarios del sistema, incluido echar siete llaves al sepulcro de  Montesquieu.

 

Las restricciones a la libertad de expresión, la criminalización de las protestas y el malestar ciudadano, el control del Poder Judicial junto a la carencia de autenticas alternativas, concretan un escenario que atenta contra la centralidad soberana de la ciudadanía, anula el debate político y marca un escenario de la vida pública donde el antagonismo con el poder fáctico es considerado como desorden y el disidente un malhechor. El caso catalán ha sido el epifenómeno experimental de un proceso de más largo aliento.

El mito de la Transición se fundamentaba en que cualquiera podía proclamarse afín a una ideología, pero a condición, en el caso de la izquierda y los nacionalismo, de que el modelo social que inspiraban dichas ideologías, al ser incompatibles con la configuración del Estado posfranquista y los intereses que representa, no se intentaran implantar. Es el gran dilema de la izquierda y los nacionalismos, que sólo pueden actuar en el régimen del 78 desde la negación de su propia esencia.