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 Recicladores

Hoy, en una época de cigarros provistos de sofisticados filtros —aunque de dudosa eficacia─ son las alcantarillas las acogedoras de cantidades ingentes de colillas sin reciclar.

Si un aspecto del reciclar consiste en dar una formación a técnicos o a profesionales para ampliar o actualizar sus conocimientos, para un buen escritor una hermosa papelera le resultará una herramienta de reciclaje indispensable. ¿Cómo de hermosa será para mí, un simple aficionado? En varias ocasiones inicié este tema para arrojar al agujero blanco del ordenador el digital garabateo.

Un escritor, convencido del fracaso como camino del éxito, es el brasileño Ryoki Inoue, considerado hoy en día por el Libro Guinness de los récords. Así la cosas, la imaginación más osada queda circuitada al imaginar ─supuestamente─ las papeleras de Ryoki. Llegó a escribir, literalmente, una novela al día. En el caso de algunas novelas románticas, era capaz de escribir hasta tres diarias; una por la mañana, otra por la tarde y una tercera por la noche. Su escritura, de carácter casi automático, compulsiva y vehemente, destrozaba un teclado cada pocas semanas. El periodista del Wall Street Journal Matt Moffett, no se lo creía y acudió a su casa para comprobarlo en persona.

 

Sin embargo, según dicen, hubo un talento creativo descomunal, el Gran Líder de Corea del Norte, así como su fundador ideológico, Kim Il-sung, autor de más de ¡dieciocho mil libros a lo largo de su vida! Lástima no encontrar una notaría para certificar la cifra. Pero, claro, para todo buen líder, la hazaña debe ser peccata minuta.

 

Era un mozalbete cuando de vuelta a Sevilla procedente de Aznalcóllar, a bordo de mi querida bicicleta, junto a otro aguerrido expedicionario, vimos a decenas de buitres devorando los restos de un burro. Niños de ciudad, curiosos de espectáculos naturales, nos acercamos paralizándoles el festín. Sus miradas se clavaron en las nuestras mientras sus picos chorreaban hemoglobinas. Algunos avanzaron desafiantes y, temerosos de un justificado ataque, montamos en nuestras metálicas monturas para emprender una vergonzosa huida. Con el tiempo comprendí el beneficioso reciclaje pero, influenciado entonces por la ancestral mala prensa, las asociaba al aprovechamiento de los débiles.

Los observo por la ciudad, hombres y mujeres taciturnos, siempre con prisas, dirigiendo su trayectoria hacia lugares concretos. De rasgos agitanados, pertenecen en su mayoría a Rumanía. Sin embargo, mantienen la dignidad: nunca los he visto pedir limosna. La mayoría fuma sin pausas y empuja un carro grande. Algunos llevan un palo para hurgar en nuestros residuos y conseguir lo aprovechable. Capturan materiales —arrojados indebidamente— para, una vez clasificados, venderlos. Es una vida dura por la crisis económica y otras complejas causas.

Permanecen escenas de mi niñez y juventud de otros recicladores, alpargatas de goma, mangas de camisa remangadas, la mirada fija en el suelo y una lata de tomate amarrada al cinto con una cuerda. Llevaban un palo con una puntilla afilada en el extremo: eran los colilleros y, cual picadores de la pequeñez, las ensartaban para deshacerlas después y liar cigarrillos de insufrible olor, tal vez  para su consumo o, liados con las esterillas al efecto, vendidos a otros.

 

Hoy, en una época de cigarros provistos de sofisticados filtros —aunque de dudosa eficacia─ son las alcantarillas las acogedoras de cantidades ingentes de colillas sin reciclar, atascándolas y ocasionando incidentes pluviales.

 

Leí, ante la escasez futura de materias primas, el interés por los vertederos para obtener todo lo aprovechable. El consumo desaforado en la absurda creencia de unos recursos inagotables, nos llevará algún día a un reciclaje de humildad.