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Recluídos y acojonados

Como dice el dicho, la realidad supera cualquier relato por muy fantasioso que sea. Y nos supera, vaya que si nos supera.

 

Comienza el tercer día de aislamiento casero por el estado de alerta decretado por el Gobierno ante la crisis del coronavirus. Vaya por delante que soy una persona de las calificadas de alto riesgo. A punto de cumplir los 67, diabético, hipertenso, fumador, vamos que tengo muchas de las papeletas en este macabro sorteo. Y, claro, siguiendo las instrucciones del Gobierno, me voy a quedar encerrado en casa estos quince días que pueden ser treinta, cuarenta o dos meses, ya veremos. Pese a todo, hay una cosa que me resisto a sufrir: el miedo. Por más que me pese, en mi miedo mando yo. Quizás me equivoque y pague las consecuencias, pero me niego a quedar preso de unos mensajes apocalípticos que te bombardean por whatsapp, por Twitter, por Facebook y por todas las cadenas de radio y televisión. Un miedo, un pánico que es continuamente alimentado por los medios de comunicación y las redes sociales y que acabará afectando en su médula a esta sociedad global y más aún al amistoso carácter mediterráneo de forma que perdamos una de las magníficas e inigualables virtudes que nos hacen diferentes del resto de los pueblos: la cercanía social, el contacto humano, el saludo afectuoso, el beso y el abrazo.

 

Yo me hago una pregunta a la que, de momento, nadie me da respuesta convincente. Si cualquier invierno todos los medios de comunicación y las redes sociales nos dieran puntualmente un parte diario de los infectados y los muertos por la denominada gripe común, ¿qué pensariamos? ¿nos entraría la histeria colectiva que está provocando el coronavirus o “pasaríamos” del bombardeo mediático? Porque, seamos claros, cada año, pese a la vacunación masiva del personal con riesgo, varias deenas de miles de españoles caen afectados por la epidemia gripal estacional. Y algunos miles fallecen por ella. Es verdad que el contagio de este nuevo corona virus es bastante más agresivo, pero siempre queda la duda de si no existen otros motivos ocultos para acojonar al personal y provocar, como se va a provocar, un cambio drástico en la forma de convivencia, en el trabajo, en el ocio y en las relaciones humanas. No me suelo creer las teorías conspirativas que acusan a Soros, al Club Bilderberg o al gobierno chino, de haber programado esta pandemia para rehacer la economía mundial a su manera y en su beneficio, pero tampoco me creo que esto sea fruto de la casualidad y la inoperancia de las dirigentes mundiales. Al final, de eso sí que estoy seguro, alguien se va a hacer de oro gracias al coronavirus.

 

Soy bastante aficionado a los relatos de ciencia ficción, pero he de reconocer que ni Verne, ni Asimov, ni Wells, ni Bradbury, ni Clarke, ni Huxley, ni Orwell, ni Sagan ni Borges ni Stephen Hing, entre otros muchos han sido capaces de retratar en toda su crueldad la situación que se vive actualmente en casi todo el mundo. Como dice el dicho, la realidad supera cualquier relato por muy fantasioso que sea. Y nos supera, vaya que si nos supera. Tanto que el acojono hace presa en las familias y la búsqueda incesante de guantes, mascarillas y geles desinfectantes centran cualquier salida al exterior una vez que los cuartos de baño y las despensas han sido abarrotadas por cientos de rollos de papel higiénico, ideales para la diarrea mental en la que estamos sumidos.

 

Personalmente no me preocupa demasiado el enclaustramiento forzoso al que vamos a estar sometidos en las próximas semanas. Es verdad que miras la calle y solo contemplas a personas cavizbajas cargadas con bolsas del Mercadona o paseando perros. La tristeza y un extraño silencio, roto solamente por los aplausos desde las ventanas a la caída de la tarde en apoyo al personal sanitario, invade nuestras ciudades y pueblos. Algo es algo. La cita de las ocho rompe la monotonía y pone de manifiesto que, pese a todo, seguimos viviendo y expresando una gratitud hacia los miles de héroes anónimos que se juegan todos los días su vida para proteger las nuestras. Al menos la solidaridad sigue presente en todos y cada uno de los centros de reclusión en los que se han convertido nuestros hogares.

 

Como me da a mí que esto va para largo, más nos vale a todos programar nuestra vida de forma racional para las próximas semanas. Ya saben, ejercicios leves, comidas frugales y poco alcohol y mucha fruta, lectura, tele, Netflix por un tubo, recuperación de aficiones perdidas u olvidadas, ordenar esa bibilioteca para la que nunca ha tenido tiempo, arreglar el cuadro torcido o la mesita que cojea hace años, recuperar fotos olvidadas, dar paseos de media hora por los pasillos de su piso y, sobre todo, paciencia, mucha paciencia que, como dice el cásico refrán español: “No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista”. Y nosotros, de eso también estoy seguro, resistiremos…pese a tener que soportar a un Gobierno que, como siempre, ha actuado tarde y mal. Ánimo, un fuerte abrazo a todos y seguiremos en contacto. ¡Qué remedio!