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Ruy Díaz en el Hospital de la Sangre

Le preguntan a Susana de la FAFFE, y replica esta, con su sonrisa condescendiente: “¡tiempos antiguos!”. 

Se sabe segura, en su trono. Nada a la izquierda. O nada con posibilidades, en todo caso. Nada a la derecha. O nada que no pase por hincar la rodilla frente al trono del puño y la rosa, y comulgar con ruedas de molino. Todo, pues, como en los tiempos antiguos. Los buenos tiempos de la FAFFE, según la reina y señora. Recuerdos que se visitan o no, a conveniencia y oportunidad de la dueña de San Telmo. Y la acompañan, fieles, periodistas a buen sueldo y buena comodidad, que tampoco osarán glosar veraneos de luxe a 1100€ la noche, o una rentréea agitada, perseguida y abucheada por los agricultores de San Nicolás del Puerto. Cosas del ABC. Ya se sabe.

 

Los tiempos antiguos tuvieron sus crímenes, como los modernos los tienen, y los seguirán teniendo. Los tiempos antiguos no son los de la FAFFE, por mucho que se empeñe Susana, y tiempo tendremos de verlo en la Comisión Parlamentaria de Investigación y en la comparecencia judicial de Villén.

 

Ni siquiera son antiguos los tiempos de la Guerra Civil, que mira lo que están dando que hablar y que hacer. Para antiguos, los tiempos de Roma, pero entonces no hablábamos español. Por ir a bucear en el castellano, a Castilla vamos, al medievo. 

 

Supongo que todos conocen lo del Cid, Alfonso VI y el Juramento de Santa Gadea – fuese mítico o real -. Que el Cid era un personaje de prestigio, vasallo de Sancho II de Castilla. El hermano de este, Alfonso VI, lo era de León, y ahí anduvieron, como nuestros políticos de hoy, pero con las armas de entonces. Sancho II fue asesinado a traición y, al asumir la corona de Castilla, León y Galicia, el rey Alfonso no pudo evitar la sospecha de estar detrás del asesinato. 

 

Tiempos remotos – y no el comienzo de este siglo, Susana – en que al honor y la palabra se le suponían un valor y un peso. Ruy Díaz o Rodrígo Díaz de Vivar – posteriormente conocido como El Cid -, tuvo el inmenso valor de enfrentarse a su Rey y exigirle el juramento de que no había tenido nada que ver con el crimen. El hecho entra de lleno en la leyenda, y fue glosado en un bello romance del que les traigo algunos versos:

 

Las palabras son tan fuertes
que al buen rey ponen espanto.
—Villanos te maten, Alfonso,
villanos, que no hidalgos,

***

Mátente por las aradas,
que no en villas ni en poblado,
sáquente el corazón
por el siniestro costado,
si no dijeres la verdad
de lo que te fuere preguntando,

si fuiste, o consentiste
en la muerte de tu hermano.

 

 

Dicen los historiadores que nada de esto sucedió. Y yo les digo que así será, pero que la leyenda caló en el alma de los castellanos primero, de y los españoles después. Los niños de mi generación nos educamos con ella. Y, del mismo modo, que el desafío al poder costó caro al Cid: “al destierro con doce de los suyos”. El inicio de una epopeya. O eso nos creímos. Nos creímos esa versión de la realidad. Lo que quieran o como lo quiera interpretar. Pero, para el alma de un pueblo, el Cid fue héroe y el Rey villano. Mío Cid tiene cantar: se estudia en Literatura Castellana, y de Alfonso VI sabemos… Nada o casi nada. El Cid tiene muchas estatuas y calles con su nombre. Cuenten las de Alfonso VI.

 

El pueblo adora las historias hermosas, de héroes que desafían al poder. Aunque sean falsas o medio falsas. O medio verdaderas, que viene a ser lo mismo. Transmitan estos relatos, de boca en boca, durante generaciones. La valentía y la honestidad, frente a lo taimado y embustero del cortesano. No es de ahora, Susana. Es de siempre.

 

¿Y por qué mezclo a Susana en esto, que estos versos – por llamarles de algún modo – desprecia con su conocido cinismo?

 

Porque echo de menos estos relatos, en el tiempo actual. Echo de menos un Rodrigo Díaz o una Carmen Espinosa – un poné-, destacados miembros – con poder – del PSOE de Andalucía (los nombres son supuestos), que tomaran inopinadamente la palabra en el Hospital de la Sangre (actual Parlamento de Andalucía) y, sabedores de que derechitos van al destierro de la política y, acaso a la desolación del paro y sin amigos, te dijeran, alto y fuerte:

 

“Votos te nieguen, Susana;

Nos los nieguen a nuestra bancada.

Nuestros nombres, olvidados.

Nuestra obra, pisoteada.

Barridos, pues, de la Historia.

Las sedes, malbaratadas,

Si no dijeses la verdad,

En lo que seas preguntada:

Si noticia tuviste, puntual

De los escándalos hoy juzgados

Si supiste del lupanar

Con dineros públicos pagado.

Y más, mucho más que ocultamos,

Untando tanto periodista afín

Y atascando a voluntad los juzgados”.

 

Sabedor, pues, el tomador del juramento de que, al bajar del podio, no le queda sino el ostracismo político. Su casa y, todo lo más, un quiosco de chuches. Un quiosco de chuches llevado con la cabeza muy alta, sí señor. “En esa esquina estuvo, tantos años, el quiosco de Rodrigo Díaz. El que puso en un brete difícil a una tal Susana Díaz… Bueno, la verdad es que ya nadie se acuerda de ella… Una cacique de aquella época, vaya…Y no eran familia, oiga. Lo del apellido era coincidencia…”. Luego… Luego, ya se sabe: “A este lo quiero muerto hoy”.