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Seguridad europea: tres visiones

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch*

La caída del Muro en 1989 y la subsecuente disolución de la URSS evaporaron el orden internacional vigente desde la II Guerra Mundial. La desaparición de aquel orden tan estable, que respondía al modelo analítico “sistema bipolar flexible” de Kaplan, creó un vacío todavía no rellenado. En los últimos 25 años ―un instante en términos históricos―, no se ha encontrado un nuevo orden que facture estabilidad y predictibilidad al planeta y, por la parte que más nos toca, al continente europeo. Hemos vivido hasta ahora gracias al efecto inercial del fenecido sistema. Efecto que, al decrecer, está zarandeando las tres grandes visiones sobre seguridad: realista, liberal e institucionalista.

El realismo político, de gran implantación en EE UU, interpretó el fin de la Guerra Fría como resultado de la victoria sin paliativos de EE UU sobre la URSS. Fieles a su tradicional pesimismo antropológico, los realistas predicen inseguridad, inestabilidad  y relaciones internacionales anárquicas en un mundo multipolar. Desde la óptica realista, se conciben las relaciones internacionales en términos casi exclusivos de poder y, consecuentemente,  la seguridad y la defensa de Europa solo podrían garantizarse si EE UU se mantuviera como hegemón, y si los países europeos continuaran subordinados a él.

La visión liberal, compartida paritariamente tanto en EE UU como Europa, entendió el fin de la Guerra Fría no como una victoria de EE UU, sino como una derrota de la URSS. La gran ineficiencia de una economía centralmente planificada, así como la carencia de libertades individuales en la URSS y sus satélites, determinaron esa derrota. Los liberales, al afirmar el carácter esencialmente pacífico de las democracias, y al establecer una relación causal entre la organización interna de los estados y su comportamiento en el ámbito internacional, creen que los regímenes democráticos no son agresivos. Por tanto, son muy optimistas: la actual expansión de democracias liberales por todo el continente ha creado un  marco ideal de cooperación, estabilidad y  paz.

La visión institucionalista, de mayor arraigo en Europa, encontró el fin de la Guerra Fría en el entendimiento entre los bloques, creado por instituciones y foros internacionales en el último tercio del siglo XX: la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE); el Acta Final de Helsinki (1975) que reconoció el “statu quo” político y territorial en Europa; el Documento de Estocolmo (1986) sobre medidas de seguridad y confianza; y el Tratado CFE (1990) de reducción de armamentos convencionales, son, desde este prisma, ejemplos de ello. De ahí nacieron o se reforzaron los conceptos de “seguridad común”, “seguridad cooperativa” o el de la “casa común europea” de Gorbachov. Los institucionalistas creen vital el reforzamiento del rol de las NN UU, así como la transformación de la OTAN en un foro esencialmente político, que asegure a Rusia las pacíficas intenciones de los países europeos. Los institucionalistas son moderadamente optimistas y prevén un futuro algo incierto, pero probablemente pacífico y cooperativo.

 

Hemos vivido hasta ahora gracias al efecto inercial del fenecido sistema. Efecto que, al decrecer, está zarandeando las tres grandes visiones sobre seguridad: realista, liberal e institucionalista.   

 

Son tres visiones que, con la llegada de Trump a la Casa Blanca,  han pasado de cohabitar a colisionar. Con poco dogmatismo y mucho pragmatismo, Europa ha venido plegándose a los intereses estadounidenses, mientras que EE UU había mantenido una postura hegemónica pero contenida. El “pacto” se resumiría así: EE UU gasta en hegemonía y los europeos ahorran en defensa.

Pero, recientemente, la canciller alemana, Angela Merkel, ha pontificado: “Europa ya no puede contar con EE UU y el Reino Unido”.  Y, efectivamente, así parece. El multilateralismo (visiones institucional y liberal principalmente) está siendo rechazado por la nueva administración estadounidense, que prefiere sustituirlo por el bilateralismo caso por caso o, incluso, por el unilateralismo excluyente. La vuelta al ensimismamiento, contenida en el “America first” de Trump, puede acabar con la pujanza del realismo político en EE UU: si este país quiere gastar mucho menos en la OTAN, no podrá seguir mandando como siempre en la Alianza. La incertidumbre del compromiso norteamericano con la seguridad y defensa de Europa, cuya máxima esencia está en el artículo 5 del Tratado de Washington (un ataque a uno es un ataque a todos), podría traer el finiquito a plazo de la Alianza Atlántica. El Reino Unido, por su parte, yéndose de la Unión Europea (UE), sigue un camino similar al de EE UU.

La mezcolanza de neorrealismo político y neonacionalismo hacen de Trump un nuevo riesgo para la seguridad europea. Si la OTAN dejase de ser el pilar fundamental de la defensa común, el riesgo inmediato sería situar la seguridad continental al pairo. El desafío es, por tanto, construir un nuevo sistema que remplace al anterior. Y creo que eso está calando en los dirigentes europeos. A título de ejemplo, la reciente iniciativa de la Comisión Europea, creando un Fondo Europeo de Defensa, es un signo de particular importancia. Igualmente, desembarazados del Reino Unido, sería un gran paso en la buena dirección activar, por fin, la “cooperación estructurada permanente” prevista en el Tratado de Lisboa.

Claro que conviene no olvidar la necesidad de revisar en profundidad los esquemas de seguridad y defensa europeos, analizando qué es lo que está cambiando, antes de recurrir alegremente al arsenal de las soluciones sin saber exactamente a qué complejidades nos enfrentamos. Para, seguidamente, obrar en consecuencia. Que ―pienso― debería pasar por un techo que afianzase las visiones liberal e institucionalista, en persecución del objetivo de “más Europa”.

 

*Pedro Pitarch es Teniente General del Ejército (r).

@ppitarchb