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¿Solo los partidos hacen política?

La carencia de ciudadanos para detener la corrupción, hace peligrar las sociedades democráticas.

 

No soy analista político ni pretendo serlo; solo un osado comentarista por mi título de ciudadano. Dicho lo cual, intuyo cómo nuestra democracia se diluye, nada nuevo, porque Hitler―por citar un ejemplo reciente―  la fue disolviendo para llegar a la dictadura de jefe absoluto. Digo lo de diluirse porque la argamasa actual une poco la capacidad de decisión del españolito y los núcleos donde nos organizan la vida. El incumplimiento de las promesas electorales o el desdecirse de rimbombantes declaraciones llega al estupor, creándose con las ambigüedades, eufemismos, cambalaches o camuflajes dialécticos fluidificaciones peligrosas aunque sin graves rupturas, por ahora, debido en parte al pasotismo impregnado en grandes capas sociales.

La democracia tiene su fortaleza en la diaria praxis social. Si a la férrea dictadura de los mercados añadimos  las imposiciones culturales o las muy posibles censuras periodísticas futuras, la escasa dinámica participativa quedará en mínimos. Si famélico sigue el interés por intervenir en proyectos sociales el talante democrático termina en nieblas. La indignación en otros aumentará y el pasotismo contagiará sin remedio a todo quisque.

La gran burocratización de los partidos y sus confrontaciones permanentes sofocan los debates sobre la realidad, más si convenimos en la escasez de una cultura cívica arraigada y el poco  pensamiento crítico. Cuando votamos colocamos a los políticos en la obligación de explicarnos cómo administran el apoyo recibido, caso del señor Page al declarar recientemente: «Aguar el delito de sedición es invitar a los independentistas a repetirlo. Con el Código Penal no se puede mercadear».

Tal vez por pertenecer a la sufrida clase media, formada en sacrificios y estrecheces, de nuevo la sintamos zarandeada. Poco duró aquella relativa comodidad cuando vemos la falta de horizontes para nuestros hijos, al unísono el llamativo relevo del señorito aristócrata por los sucesores: los adinerados de los partidos. A los jóvenes de hoy, pese a su mayor formación, el sistema les falló. Gravísimo problema para muchas familias, desencantadas y angustiadas, observadoras de unos populismos desconcertados con sus victorias, convertidos sus líderes en corto espacio de tiempo en burgueses, tan criticados con ardor guerrero por ellos mismos, evidenciando una esquizofrénica identidad o, tal vez un descaro chulesco.

Pocas dudas quedan sobre el fin de la Transición. El pacto surgido del cianótico franquismo y la presión del poder económico para entrar en la Europa de Maastricht, dejó grandes charcos por todos conocidos y donde el pasado flota perturbando el presente. No obstante, es cierto la persistencia por conocerlo, aunque con certeza nunca lo sabremos. Solo lo relatado por el embrujo de la palabra, privilegio de los historiadores ―cobijados bajo sus ideas―, y desde el ángulo elegido para observar y narrar, nos sirve.

Los humanos somos una especie extraña, capaces de debatirnos en  abstracciones para expresarlas con el lenguaje, pero al mismo tiempo, incapaces de una buena gobernanza al no solucionar problemas fáciles y causar otros peores: los totalitarismos, por ejemplo.

El exceso de información omnipresente y sin tiempo para contrastarla ha potenciado la manipulación y la mentira en la práctica política. Por otra parte, los sistemas educativos en la actualidad marginan a las humanidades y  la posibilidad de formar ciudadanos en una solidaridad global, caso de los nacionalistas obsesionadas por el dinero, anteponiendo sus beneficios a todo lo demás. La carencia de ciudadanos para detener la corrupción, hace peligrar las sociedades democráticas. La proliferación de los utilitarios, lejos de interesarse por la belleza y la razón de los textos de filósofos y escritores clásicos, pone de manifiesto cómo lo conseguido por la civilización y la inteligencia sucumbe sin pausas a los rendimientos crematísticos.