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Todos somos Niza

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

La fiesta nacional francesa del 14 de julio se ha cerrado este año con la masacre de Niza. Allí, en su paseo marítimo, al volante de un camión, un criminal de origen tunecino ha asesinado a más de 80 personas y herido a otras 200, al grito de “Alá es grande”.

Un nuevo crimen masivo que, aunque en suelo francés, nos viene a recordar que todos somos objetivos de esos apóstoles de la muerte y el terror que nos atacan y amenazan nuestros valores, libertades y forma de vida. No ha sido un hecho excepcional. Por el contrario, se trata de un acto más de esa guerra que el terrorismo yihadista nos ha declarado. Una guerra asimétrica que se adivina larga y muy dolorosa. Una contienda para la que no estamos bien preparados, y en la que nos jugamos nuestra propia existencia como sociedades laicas avanzadas.
Sin embargo, buscando una explicación o simplemente consuelo frente a lo que está pasando, uno se siente defraudado. En los medios, son demasiados los expertos, tertulianos e incluso responsables políticos que abordan y analizan el problema con un fatalismo que no es de recibo. Porque, en muchos casos, incluso llegan a traslucir una especie de complejo de culpa por lo que nos está pasando. Eso, en mi opinión, podría ser una muestra del creciente agotamiento de nuestra civilización, cuando no de cobardía. Y así se oye decir, por ejemplo, que esta locura yihadista no es más que la reacción —solo les falta añadir “lógica”— a los bombardeos contra DAESH. Vaya, como si los musulmanes que asesinan en nuestras ciudades necesitaran que les tocaran las palmas para que se arrancasen en su criminal y mortífero baile.
Hay sabiduría en el dicho de que los árboles no dejan ver el bosque. Por eso, muchos se despistan, y al analizar el problema dejan a un lado lo que es más evidente y está en su raíz: el Islam en sus fundamentos establece una relación antagónica activa con el llamado mundo occidental. Para los más radicalizados, para los yihadistas, nosotros somos los infieles a los que hay que o convertir a su fe o destruirnos. Ese fanatismo sustenta ideológicamente su actividad criminal. Eso no significa, ni mucho menos, tildar de criminales a todos los musulmanes, bien que se puedan constatar dos circunstancias fundamentales. Una es que el factor común de todas las matanzas que estamos sufriendo es que sus autores van a la muerte, masacrándonos con el nombre de Alá en su último suspiro. Y la otra es que el terrorismo yihadista (incluyendo el de los falsamente llamados “lobos solitarios”) cuenta invariablemente con la complicidad, y/o el apoyo y/o el encubrimiento de terceros.

Esta guerra hay que ganarla y, de momento, la estamos perdiendo. No es suficiente esa postura de “hay que hacer lo que estamos haciendo”, expresada reciente y autocomplacientemente por nuestro ministro de asuntos exteriores, señor García-Margallo. 

La guerra que sufrimos nos viene impuesta. Es una contienda extremadamente compleja que nos hiere profundamente, incluso con el empleo de medios al alcance de cualquiera; en Niza, simplemente, con un carnet de conducir y un camión alquilado. Una contienda para la que los paños calientes se han mostrado ineficaces. Porque, frente al fanatismo, tales prendas solo logran el efecto contrario al que se pretende. La política de complacencia no solo potencia al agresor sino que también desarma moralmente al agredido. Niza viene a certificar, una vez más, la ineficacia de abandonar nuestra seguridad a las condenas grandilocuentes para dar la sensación de que se hacen cosas, los minutos de silencio, la expresión de condolencias, las reacciones solo incipientemente coordinadas, las cooperaciones voluntaristas y, en definitiva, la dispersión de esfuerzos. La amenaza es global en espacio y objetivos y, por tanto, globalmente ha de ser también enfrentada y combatida.
Esta guerra hay que ganarla y, de momento, la estamos perdiendo. No es suficiente esa postura de “hay que hacer lo que estamos haciendo”, expresada reciente y autocomplacientemente por nuestro ministro de asuntos exteriores, señor García-Margallo. Porque en esa situación estacionaria, estamos ya corriendo el riesgo de nuestra propia fractura social. El paradigma debe mutar. Teniendo en cuenta que la esencia de la estrategia es la lucha por la libertad de acción, hay que cambiar de estrategia. Frente a la estrategia yihadista del terror hay que levantar la estrategia del aniquilamiento, que estaría basada, en síntesis y como si se tratara de una sevillana completa, en cuatro coplas. Una, la acción “unificada” y común de todos aquéllos que nos sentimos amenazados. Otra, mirando al exterior, la destrucción de los orígenes del veneno yihadista, cuya máxima expresión es DAESH, mediante el empleo de todos los medios necesarios. La tercera, orientada al interior, la integración en un sistema único y común de datos e inteligencia antiyihadista, acompañado de la subsiguiente acción “aniquiladora” de los “santuarios” que apoyan o encubren el yihadismo. Y la cuarta, como remate, la “respuesta compleja” que, complementaria de las anteriores, comprendería todas las medidas educativas, sociales, integradoras, etc para intentar erradicar o desactivar el cultivo yihadista en nuestro propio ambiente. Creo sinceramente, señor García-Margallo, que podemos hacer bastante más de lo que estamos haciendo. Al fin y al cabo, todos somos Niza.