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Toreo con niña en brazos

Daniel Lebrato
Daniel Lebrato

El valor del torero. La foto del torero toreando una vaquilla con su niña de meses en brazo ha levantado toda clase de comentarios. El mejor: si, como dice el padre, la niña no corrió ningún peligro, sería porque él, como torero que la llevaba, tampoco. O sea: ¿dónde está o dónde queda la valentía del torero, el riesgo de su oficio de valiente? Lo que está claro es que alguien miente: el torero o la vaquilla, que sería una vaquilla de mentirijillas o estaría endrogá.

Una foto, por tradición. En arrimo a Fran Rivera, otros toreros han dado a conocer o han recordado imágenes parecidas. Sostienen que esa especie de bautizo taurino con sus retoños es una tradición. Habrá sido costumbre, gesto o rito repetido, pero no tradición. Las tradiciones tienen que abarcar una pluralidad de personas que hagan o repitan algo por hábito heredado o traído de lejos. Ni siquiera las corridas de toros son una tradición, como tampoco lo es el flamenco. Ambas artes, tauromaquia y cante jondo, son del siglo 18, lo que no es tanto, y la ejecución de las dos son exclusivas de un grupo minoritario y casi elitista: toreros y cantaores, en los cuales confluyen unas habilidades al alcance de muy pocas personas. Que los toros y el cante sean populares, en el sentido espectador de la palabra, no significa que sean populares en el sentido protagonista. Populares y tradicionales serán si acaso las becerradas y sueltas de vaquillas para que las corra todo el pueblo y, popular, el cante por sevillanas, al alcance de cualquier garganta. Dicho lo cual, las tradiciones ni tienen por qué ser buenas ni tienen por qué tomarse como inmutables que hayan de permanecer eternamente como si la razón y la razón de Estado no pudieran imponerse a ellas. ¿Eran tradiciones las luchas de gladiadores hasta morir en el circo? ¿Son tradicionales las ablaciones donde alegan cultura o religión?

El taurinismo se sostiene en tres tópicos: 1) el derecho del público, 2) el arte y valentía del torero y 3) la condición del toro, un ser en extinción o para la muerte (que ha leído a Heidegger), que sobrevive gracias al sentido de la vida que le confiere la fiesta. Los aficionados no ganaderos que así razonan, queriendo ser más toristas que el toro, o nos toman por idiotas o los idiotas son ellos. Y suponiendo que los toreros planifiquen como los demás planifiquemos nuestra salida profesional (algo que desmienten las biografías de los muletillas que han llegado a maestros), lo que piense el torero no es más que un factor con olvido de otros: lo que piense la sociedad toda, incluyendo la sociedad no taurina, y la crítica al medievalista mundo de las ganaderías.

[blockquote style=»1″]Otras cosas son las ganaderías, que lo mismo vienen de ganado que de ganar: del inmenso negocio que mueve el toro en familias de terratenientes, latifundistas o ricos herederos de grandes fortunas cuyo origen, no tan remoto, está en la guerra y en el botín.[/blockquote]

La jerarquía de la afición es inferior a la sociedad toda representada por el Estado, y los Estados tienen razones que un público concreto tiene que obedecer, como en otros espectáculos o actividades que rozan el espectáculo: prostitución en la vía pública, peleas de gallos y de otros animales que se han prohibido, excesos penitenciales en los nazarenos por Semana Santa y más ejemplos que podrían ponerse. Y eso, sin hacerle el psicoanálisis al público aficionado a los toros, sean Joaquín Sabina o artistas del 27. Que el toro sufre es evidente; que el torero puede sufrir, también. Y que hay quien aplaude cuanto más se arrima el diestro y cuanto más peligra la vida del también llamado pelele: alguien que se deja manejar por los demás muy fácilmente.

Otras cosas son las ganaderías, que lo mismo vienen de ganado que de ganar: del inmenso negocio que mueve el toro en familias de terratenientes, latifundistas o ricos herederos de grandes fortunas cuyo origen, no tan remoto, está en la guerra y en el botín, en la escrituración de la rapiña y en la explotación del trabajo jornalero. La valentía de ese grupo señorito de antiguos nobles se demostraba en las maestranzas de caballería (nombre que sobrevive en la plaza de toros de Sevilla, pero las había en Ronda, en Granada, en Zaragoza). Las maestranzas ubicaron cosos para el arte del rejoneo, donde el noble usaba el toro para adiestrarse en pelear a caballo, justar, partir lanzas, aquellas habilidades (como, de mesa, el ajedrez) que tenían que adornar al perfecto caballero. A quienes esgrimen la valentía de los toreros, no está de más recordarles que esa valentía fue antes cobardía de los toreros a caballo, quienes cedieron el protagonismo a sus picadores y a sus mozos de cuadra. Fue cuando los maestrantes, que no querían ir a la guerra dentro del cuerpo de caballería, se negaron a dar espectáculo de sangre (de su propia sangre y de sus jacas jerezanas) por los ruedos de España, para ellos ver los toros desde la barrera (quedó como refrán) y los segundos de familia reservarse para sí el elitista y finolis mundo del rejoneo. El cambiazo tiene fecha y lo dio un rey francés y antitaurino, el primer Borbón, Felipe V, quien al prohibir en 1723 el toreo a caballo, de nobles y caballeros, propició el toreo a pie y le dio ruedo a Pepe-Hillo.

Pepe Hillo (1754-1801), creador de la escuela sevillana de toreros, publicó en 1796 un Tratado de Tauromaquia, redactado por José de la Tixera, su amigo. Esto de darles voz a los toreros es precedente del autobiografismo impostado por Chaves Nogales en Juan Belmonte, matador de toros (1935) y por Antonio Burgos, en Curro Romero, la esencia (2000). El lunes 11 de mayo de 1801 el toro Barbudo mató en la plaza de Madrid a José Delgado Guerra, Pepe-Hillo. Si le hubieran hecho caso, no habría pasado. Barbudo era el séptimo y Pepe-Hillo fijaba en su Tauromaquia que con seis toros sería más que suficiente para la duración de las corridas. Del toreo a pie y con niño en brazos, Pepe Hillo no dijo, ni como suerte ni como excentricidad, absolutamente nada.