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Trumpismo

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

El 20 de enero de 2017, a las 18:00 (hora española), EE UU pasó a las manos de un empresario multimillonario. Rodeado de una gran polémica, Donald Trump ha sucedido a Barack Obama en la presidencia de ese país. La sensación de incertidumbre ha tomado cuerpo tras el acto de traspaso de poderes. En la atmósfera de la capital estadounidense flotaba ese día la figuración y el recelo de una incierta revolución tanto de forma como de fondo. Sospecha contenida en el discurso del nuevo presidente:”hoy es el día en que el pueblo ha vuelto a controlar el país”; “disfrutad de este momento porque es vuestro momento”. Una explícita apelación a sellar el pasado y abrir una nueva era. Con ello, conscientemente o no, Trump parece querer introducir de cabeza al pueblo estadounidense —y colateralmente a todos los demás— en un nuevo mundo. En ese cosmos que Zygmunt Bauman denomina la modernidad líquida. Una era en la que la incertidumbre, la volatilidad de los principios y la relatividad de los valores van a imponerse definitivamente, frente a la época sólida de sociedades afianzadas sobre valores firmes y estables, que parecen ya quedar a la espalda.

 

Ese primer mensaje del 45º presidente de los EE UU ha sido segregacionista en lo económico, aislacionista washingtoniano en lo político y visionario en lo moral (“estamos protegidos por Dios”).

 

El discurso del magnate no ha traído sorpresas bien que, paradójicamente, haya sido sorprendente. Lo primero porque ha sido una reiteración de sus discursos electorales, así como de sus tesis divisivas previas al juramento del cargo. Lo segundo porque, ya investido con el armiño del poder de la nación más poderosa de la Tierra, no eran pocos los que esperaban una prédica más moderada y consonante con el nuevo hábito. Pero no. Ese primer mensaje del 45º presidente de los EE UU ha sido segregacionista en lo económico, aislacionista washingtoniano en lo político y visionario en lo moral (“estamos protegidos por Dios”). Es difícil saber si estamos ante un mesías o, simplemente, un iluminado sacamuelas. En todo caso, a tenor de su discurso intimidatorio, destemplado y narcisista, estamos ante alguien furiosamente nacionalista que desborda con mucho la idea populista. Todo un presagio de tiempos a venir turbulentos, cuando no muy peligrosos para todos. La nueva era tiene nombre: trumpismo.

El trumpismo es el elogio de la incertidumbre, la apología de lo inesperado o, si se quiere, la exaltación de lo exótico. Un incipiente movimiento con potencialidad para alcanzar cualquier actividad, especialmente en campos tan sensibles como, por ejemplo, las relaciones internacionales, la economía, la defensa y seguridad o los fenómenos migratorios. El trumpismo se revela así como un factor no de nuevo orden sino de desorden. Amenaza con una potencial oleada de renacionalizaciones de carácter planetario. Una posibilidad que, desde perspectiva eurocéntrica, pone los pelos como púas, al pensar en el daño que un flujo renacionalizador podría causar al proceso de integración europea. Recordando las sangrientas y desoladoras experiencias vividas por nuestro continente durante la primera mitad del siglo XX, la idea, por ejemplo, de un retorno a la renacionalización de la seguridad y la defensa, no es de recibo. Especialmente cuando la garantía disuasoria y de seguridad de la OTAN —pilar esencial de la defensa colectiva— parece haberse puesto en almoneda desde Washington. Más Europa sería el antídoto.

 

El trumpismo se revela así como un factor no de nuevo orden sino de desorden.

La entronización de Trump como presidente de EE UU es un indicador incuestionable del rechazo popular a las élites que tradicionalmente han dirigido ese país. Ha prevalecido allí un voto enfadado y anti-establishment que ha abierto la puerta o, para ser más exacto, ha confirmado con el trumpismo la propensión del electorado hacia la ruptura con el pasado. En una muestra suma de trumpismo, no deja de ser tremendamente paradójico que ahora el magnate y su gabinete de multimillonarios hayan pasado a constituir el referente de las clases medias, rurales y más desfavorecidas de EE UU. Es todo un toque de atención, porque es una tendencia que fácilmente podría acomodarse en Europa. El año 2017 se presenta así particularmente incierto, ante el inicio del Brexit y las sucesivas convocatorias electorales en los Países Bajos, Francia y Alemania.

En definitiva, con Trump al timón de la potencia hegemónica, la apuesta en la que todos vamos incluidos es tan grave y colosal que me lleva a recordar la escena ante la ínsula Barataria, cuando Sancho le dice a Don Quijote: “yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado”.

 

*Pedro Pitarch es Teniente General del Ejército (r).