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¿Unas elecciones plebiscitarias?

Muchos han querido ver en ellos un plebiscito sobre la gestión del Gobierno de coalición en la crisis del Covid-19.

 

Las elecciones autonómicas del pasado 12 de julio han sido intensas. No tanto por lo que supone a Galicia y el País Vasco -involuntarias protagonistas-, como por la manera en que se han observado los comicios en el resto del país. Muchos han querido ver en ellos un plebiscito sobre la gestión del Gobierno de coalición en la crisis del Covid-19. Algunos analistas los han colocado sin ambages en ese escenario. Más la realidad que esconden es mucho más compleja, no exenta de la dinámica territorial por una parte (inherente a los territorios autonómicos), y de las peculiaridades identitarias de estos dos territorios por otra. Cuestión diferente es que parte del público contemple los resultados como una suerte de ‘referéndum’ y que las formaciones políticas, en consecuencia, modifiquen sus comportamientos en base a una orientación que el número de escaños obtenidos en las respectivas cámaras territoriales pueda procurar.

 

En Galicia, Alberto Núñez Feijóo ha sido el vencedor absoluto, revalidando con 41 escaños su cuarta mayoría absoluta en la cámara. Su perfil moderado y práctico, hasta cierto punto desideologizado pero con unas coordenadas como eje de acción claras y entendibles para los votantes, ha sido su gran baza. Tan consciente ha sido de ello que, deliberadamente, ha apartado las siglas del Partido Popular de la campaña electoral y se ha resistido a las tentativas satelizadoras de Pablo Casado marcando el terreno con dureza y oponiéndose a la réplica de la coalición con Ciudadanos que tan pobres resultados ha reportado en el País Vasco. A ello no es ajeno el esforzado trabajo que, año tras año, los populares han realizado en una Comunidad Autónoma tradicionalmente conservadora que difícilmente escapa del fantasma de Fraga, edificando una estructura fuerte, duradera y resistente en cada una de las provincias, que canaliza de manera adecuada las pulsiones electorales de una parte importante de la sociedad gallega. De esta manera, el Partido Popular de Galicia no es disociable del éxito electoral, como pretenden los apologistas de Feijóo, si bien ninguno de los dos -ni el candidato ni el partido- pudieran haberse alzado con la victoria por sí solos. La reminiscencia de Aznar sigue ahí: el viaje al centro sin abandonar los orígenes es la garantía del éxito para las formaciones con aspiración de gobierno. Y ahí está Feijóo, con los votos de los conservadores, los democristianos, los liberales y los pragmáticos en el bolsillo.

 

El PSOE, pese a los cambios de fachada, poco se ha movido con sus 15 escaños de los 14 que obtuvo para la anterior legislatura. Algo similar a lo que ha sucedido con el PP, confirmando que los últimos acontecimientos no han tenido una incidencia muy severa en la habitual cantera de votantes de ambas formaciones en Galicia, aunque no es un secreto para nadie que los socialistas, tanto aquí como en el País Vasco, esperaban rentabilizar algo más su reciente experiencia en el gobierno central. La auténtica sorpresa la ha constituido el BNG, que ha pasado de sus escuetos 6 escaños iniciales a obtener nada menos que 19, llevándose por delante a su gran rival, En Marea, la confluencia auspiciada por Unidos Podemos, que pasa de 14 escaños a quedarse fuera del Parlamento. Demostrando que el voto ‘joven’ y ‘de castigo’ no es coto exclusivo de quien, desde los primeros momentos de su actividad política, se lanzó desesperadamente a por él. La explicación no es tan extraña como pudiera parecer: en las comunidades autónomas con sensibilidades nacionalistas, tratar de levantar marcas próximas a dicho mensaje desde un partido político no típicamente soberanista que, además, es primero ‘nacional’ y luego ‘autonómico’ en un mismo espacio ideológico, es siempre en juego peligroso. Y, a menudo, condenado al fracaso; excepción hecha al PSOE en Valencia y Baleares.

 

En Marea cristalizó como la marca con la que Unidos Podemos y los grupos próximos trataron de capitalizar el ‘voto rebelde’ contra los partidos clásicos, el voto de los izquierdistas a la izquierda de PSOE y los nacionalistas gallegos, especialmente si estos eran de izquierdas. Como así han procurado también, principalmente, en el País Vasco y Cataluña. Lo que no se vio venir fue la emersión de un BNG renovado, que fue capaz de aunar dentro de sí estos tres ejes anteriores, con el atractivo de presentarse como una formación compacta, y lo que es más importante, netamente gallega. Sumado al declive lento pero inexorable de Unidos Podemos, este elector-tipo ha preferido, como suele ser habitual, el ‘original’ a la fotocopia’, castigando al experimento morado en pos de una fuerza ajena a la erosión acelerada que experimenta aquél, fruto del nepotismo y de los líos de faldas tan característicos de la vieja política con la que afirmaban estar dispuestos a acabar.

 

En el País Vasco, no hay duda de que el gran triunfo le pertenece a Iñigo Urkullu de la mano del PNV, que ha superado los 28 escaños de los anteriores comicios para alzarse ahora con 31. Como en otras ocasiones, esta formación ha absorbido el voto de centro-derecha, aunando igualmente las sensibilidades nacionalistas dentro de un partido que se ha caracterizado siempre por su pragmatismo y, de igual manera, por su utilitarismo. La dinámica de combate contra el nacionalismo preconizada por el PP le ha estallado en la cara con violencia, en una comunidad autónoma en la que nunca ha tenido demasiado arraigo y en la que el voto conservador, liberal y democristiano ha sabido ser movilizado con éxito por el PNV. La fórmula del pacto con Ciudadanos ha terminado de enervar a los más recalcitrantes votantes de la formación azul, optando por la oferta más virulenta de Vox, que en este terreno juega con ventaja al ser la lucha contra los ‘herederos de ETA’ uno de los caballos de batalla que más caramelos electorales le proporciona.

 

Como en el caso anterior, el PSOE apenas si se ha movido de su sitio, obteniendo un escaño más, y confirmando la decepción que Ábalos exhibió sin disimulo en su comparecencia nocturna, en la que se dedicó más a comentar los resultados de los populares que los suyos. Ello permitirá, sin lugar a dudas, reeditar la coalición con el PNV. Por su parte, la izquierda abertzale ha recortado distancias situándose con 22 escaños frente a los 19 de los anteriores comicios, especialmente a costa, como en lo sucedido en Galicia, de la marca impulsada por Unidos Podemos en el País Vasco. De nuevo, las razones operadas en lo que supone el BNG son aplicables a lo sucedido con Bildu: la formación independentista de izquierdas constituye un polo de atracción político en la región muy superior a la oferta que en dicho escenario pudiera ofrecer el partido de Pablo Iglesias, al que no le bastan los flirteos con el soberanismo ni los derechos de autodeterminación en un programa que es ampliamente rebasado por una formación más radical, intrínsecamente vasca y, por lo tanto, más segura en sus reivindicaciones y en su gestión de lo que pudieran ser nunca los morados.

 

En definitiva, tres son los aspectos a destacar de estas elecciones: 1) los electores han votado sobre seguro, confirmando las tendencias previamente existentes, a lo que tampoco puede sustraerse el contexto de la crisis del Covid-19, que aleja a los ciudadanos de las tentaciones de experimentos políticos al uso, prefiriendo en gran medida gestores de eficacia comprobada; 2) el ‘voto de castigo’ ha sido hábilmente aprovechado por las fuerzas nacionalistas, especialmente por las de izquierda, hasta el punto de llegar a barrer a las fuerzas nacionales con concomitancias con sus planteamientos dejándolas fuera de los parlamentos o gravemente mermadas, 3) las peculiaridades endógenas de Galicia y el País Vasco han determinado en un grado importante la orientación del voto, aunque la realidad de los partidos políticos en el espectro nacional no es algo que haya sido ignorado por todos los votantes; 4) las formaciones que abrieron la puerta a la denominada como ‘nueva política’ han envejecido prematuramente (al menos, en estas dos comunidades autónomas), siendo poco más que irrelevantes en el juego político que se abre en los próximos cuatro años; y 5) la debilidad de la formación de Pablo Iglesias puede fortalecer al Gobierno de coalición, en tanto que resta al primero legitimidad espiritual para exigir concesiones e imponer condiciones a Pedro Sánchez y, por extensión, al Partido Socialista, sin bien es cierto que una debilidad extrema abocará a estos últimos a buscar otros aliados en el espectro político con el objetivo de mantenerse en el poder el máximo tiempo posible.

 

¿Han sido estas unas elecciones plebiscitarias? Difícil es concluirlo. Los resultados que se desprendan de las sucesivas convocatorias electorales confirmarán o desmentirán este extremo. De lo que no cabe ninguna duda es que algunas formaciones han quedado seriamente deslegitimadas a nivel electoral para el tiempo que reste a aquí a las próximas elecciones a la vista. El PSOE no ha conseguido rentabilizar su posición en el Gobierno de la nación, Unidos Podemos se ha desplomado, el PP obtiene una victoria agridulce en Galicia a la vez que fracasa el proyecto casadista en el País Vasco, Ciudadanos no consigue sacarle punta a su alianza con los populares en este territorio, y Vox sólo alcanza un escaño. Los grandes triunfadores han sido las fuerzas nacionalistas, que sí hallan un estímulo potente al ser fuertes condicionantes de la política nacional debido a los compromisos que han obligado a alcanzar al PSOE y a Unidos Podemos, los cuales, además, pueden vender con solvencia dentro de sus respectivos territorios de origen.