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El valor de las cosas

Lola Álvarez, Periodista
Lola Álvarez*

Guardo en mi casa el dormitorio de matrimonio que usó mi abuela. De chiquitilla, aquella cama, alta, inmensa, me imponía tanto respeto como su dueña. La recuerdo contándonos cómo ese dormitorio se lo habían hecho en Valencia, que – moderneces de la época- lo eligió por catálogo y que tardaron en hacerlo unos cuantos meses. Corría 1928 cuando lo estrenó. Un año después vino al mundo mi madre y unas cuantas décadas después nací yo. Tampoco hace tanto y sin embargo reconozco que vengo de un tiempo donde las cosas tenían valor y, además, aprendíamos a dárselo.

Tenían el valor del recuerdo de la gente que las usó, de quienes las amaron, de la historia sobre cómo se consiguió y llegó a nuestras manos. Probablemente era una época fetichista en donde los objetos no solamente valían por el uso que les dábamos sino porque a su través desfilaban historias, personajes, cariños, pasiones, desengaños amores y generosidades. Esto era lo que las inmortalizaba y, precisamente por esa misma razón, desprenderse de ellas resultaba siempre tan doloroso como difícil. Todo era fabricado para durar.

Así actuamos pensando que los amores son reciclables, las amistades desechables y los valores intercambiables, como quien cambia de móvil, de reloj o de portátil. Tal cual.

Estoy viendo, sobre la mesa en la que escribo, la pluma Parker que usaba mi abuelo, y luego usó mi padre- fabricada allá por los años 30- y que todavía escribe. La Olivetti portátil, con su funda de cremallera azul claro, de comienzos de los 60 ahí está, impecable, al igual que el almirez de bronce que aún uso en mi cocina y que fue de mi bisabuela, y ahí anda, majando con el mismo brío que hace cien años. O el reloj-pulsera que mi padre regaló a mi madre cuando se comprometieron, que no olvida ponerse ningún día de fiesta y que sigue funcionando como lo que es, un precioso y magnífico reloj que un joyero malagueño hizo para ella.

Ahora, todo es desechable. Hablando de relojes, el que llevo – diseño total… para no durar- venía de regalo con un periódico y lo tendré que tirar cuando empiece a fallar la pila porque cuesta más que el reloj y , francamente, no merece. Voy por la sexta generación de móvil y tecleo estas letras en mi octavo portátil, que ya renquea. A esto le llaman “obsolescencia programada”. Un palabro para venir a decir que fabrican las cosas con un tiempo de vida predeterminado pasado el cual dejan de funcionar – o funcionan mal- y has de sustituirlas o admitir que te quedas sin ellas. Que sean baratos implica que mucha gente puede disfrutar de cosas que antes sólo estaban reservadas a unos cuantos. En ese sentido hemos salido ganando, pero hemos perdido mucho en el mundo de los sentimientos, de lo simbólico, en el del auténtico valor de las cosas.

Con tanto objeto no retornable, no reciclable y de caducidad programada también se nos van valores, principios y hasta credos. Así actuamos pensando que los amores son reciclables, las amistades desechables y los valores intercambiables, como quien cambia de móvil, de reloj o de portátil. Tal cual. Por eso, de vez en cuando, me siento un ratito en el dormitorio de mi abuela, a admirar el palosanto y la madera de naranjo con el que están hechos los dibujos del cabecero, o el delicado torneado de las patas de las mesillas, solo para recordar lo que llevan vivido y las historias que aún le quedan por vivir. Esas, que ni son descartables ni se terminan nunca.
*Lola Álvarez es Periodista