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A vueltas con la Nación

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch*

Algunas formaciones políticas están aventando alocadas pretensiones sobre supuestas naciones tangenciales, cuando no distintas, de la Nación española. Y no son solo las “nacio-separatistas” del País Vasco, Cataluña y Galicia. También desde Aragón, Andalucía y otros territorios, hay formaciones que reivindican abiertamente una respectiva condición de “nación”. Ya no les sirve el término “nacionalidades”, que la constitución de 1978 ofrece en su artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

Los nacio-separatistas intentan que confundamos Nación (concepto sociológico y sujeto soberano permanente en el que reside el poder constituyente de un Estado), con Estado (concepto político y organización jurídica y política compuesta de población, territorio y Gobierno que está al servicio de la Nación). Y aquéllos, al vocear su oposición al Estado y sus leyes, lo que realmente intentan es quebrar la Nación. Pero es impensable la subsistencia del Estado a costa de la demolición de la Nación, Por el contrario, es el Estado el que, en su caso, debe consumirse en la defensa y subsistencia de la Nación.

 

Ya no les sirve el término “nacionalidades”, que la constitución de 1978 ofrece en su artículo 2.

 

Desde la constitución de 1978 los nacionalistas parecían satisfechos con su pertenencia a una “nacionalidad”, término que consideraban equivalente al de “nación”. Ahora, los nacio-separatistas quieren desprenderse del primero para rotularse con el segundo. ¿Por qué? Porque pretenden pasar su contencioso desde el ámbito del derecho interno español al del derecho internacional (que no reconoce la voz “nacionalidad” y sí la de “nación”). De esta forma —piensan— podrían alegar en el exterior ser “nación sin estado” y “territorio ocupado”, para intentar obtener un imposible derecho de autodeterminación. En todo caso, lo que está fuera de cuestión es pretender, desde las instituciones autonómicas, poseer la potestad de vulnerar el orden constitucional, cuando es precisamente éste lo que sustenta su propia autoridad.

El declarado nuevo clima gubernamental de diálogo con las instituciones catalanas —y dialogar no es intercambiar favores, ni conversar es negociar—, ha sido respondido desde la Generalidad con la convocatoria de una “cumbre” de independentistas y afines, en un intento de “marcar paquete” frente al Gobierno. Ello suscita algunas consideraciones de fondo. La primera es que si el Estado cediera y tragara con el término “nación”, estaría regalando al separatismo un potencial argumento de reconocimiento internacional que, inmediatamente, se volvería contra la Nación. Porque no es lo mismo cambiar la Constitución que cambiar de Constitución. La unidad de la Nación, la soberanía nacional, la igualdad entre españoles y el principio de solidaridad territorial, entre otros de similar sustancia, son valores intocables. Pero como ninguna obra humana es eterna, la propia Carta Magna, en su título X, contempla la posibilidad y establece el procedimiento para su reforma. Se trataría de retocar, enmendar y/o ampliar, no de abrir un periodo constituyente. En todo caso, de ir de la ley a la ley, a través de la ley.

 

Si el Estado cediera y tragara con el término “nación”, estaría regalando al separatismo un potencial argumento de reconocimiento internacional que, inmediatamente, se volvería contra la Nación.

 

Y aún así surge la duda. ¿Es que una reforma constitucional es el buen camino para enfrentarse y salir con bien del actual debate constitucional o, por el contrario, tal reforma podría abrir el camino para el derribo de la Nación y, en consecuencia, del Estado? Porque lo que el actual debate de la reforma está poniendo en cuestión no es solo la validez de la constitución de 1978 como marco jurídico superior del Estado, sino también la propia manera de comprender las condiciones político-sociales contemporáneas de nuestra organización nacional. Estamos pues ante un debate tan arriesgado como complejo, que demanda un riguroso análisis de riesgos, frente a ese peligro que Habermas identifica como la recurrencia al arsenal de las soluciones, sin un previo y profundo análisis de los fenómenos complejos. Riesgos que se encuentran tanto en aplicar solo la mera cosmética para mantener a ultranza las cosas, como en empuñar el bisturí sin acotar previamente la zona a operar. Elementos y consideraciones que los que tienen responsabilidad en la defensa de la integridad territorial y el ordenamiento constitucional no deberían ignorar.

 

*Pedro Pitarch es Teniente General del Ejército. (r)