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España intervenida

Juan Antonio Molina
Juan Antonio Molina*

El PP llevará en su programa electoral para los comicios autonómicos catalanes del 21-D una propuesta de incentivos fiscales con desgravaciones para que vuelvan las empresas que abandonaron  Cataluña. Previamente el gobierno de Rajoy, alentando la salida de las entidades, había aprobado un decreto ley para facilitar que las empresas trasladaran su domicilio social fuera del territorio catalán sin necesidad de que la decisión requiera la aprobación de la junta general de accionistas de la compañía, al objeto de propiciar un rápido cambio de sede, en lo que se denominó el 155 económico.  Ello supone el maquiavelismo de aldea consistente en aplicar la morbosa estrategia de crear el problema para presentarse como la solución con un patente desprecio por los intereses de los ciudadanos catalanes y del resto de españoles si hemos de considerar que Cataluña es parte de España y no territorio conquistado como opinaba uno de los fundadores del PP y ministro franquista, Manuel Fraga Iribarne.

Los conservadores han enfrentado la crisis catalana mudando la axialidad específicamente política del conflicto a los territorios del orden público y el código penal, dejando, como consecuencia, que la policía y los jueces asumieran el protagonismo en el escenario de la vida pública al margen de cualquier posibilidad de gestión polémica del problema. Y para que ello tuviera un magma receptivo en el resto de la nación se ha recurrido al estrés mediático, la polarización extrema, la movilización de las emociones y los sentimientos, el foco obsesivo que deja en la oscuridad cualquier otro tema o preocupación, la extrema excitación del significante Cataluña que moviliza a la España unitaria y conservadora, tan querida por la ultraderecha, mientras cohíbe a la España pluralista.  Sin embargo, lo más grave de todo esto es que Cataluña puede ser un simple epifenómeno con relación a las consecuencias que puede tener para el resto de España  llevar hasta el extremo la restricción política en los asuntos públicos y la fenomenal onda expansiva del aventurerismo de derechas.

 

El ecosistema conservador siempre ha mostrado poca comprensión para todo aquello que no fuera concebir la verdad como coincidente con sus deseos e intereses.

 

El Partido Popular ya insinuó con la coartada de la crisis económica que no habría reforma del modelo de Estado, pero sí del modelo de la Administración. Eso significaba simplemente que se desmontaría el modelo territorial y la autonomía de los municipios – la intervención financiera del ayuntamiento de Madrid es un ejemplo palmario- con la gran excusa antidemocrática que esgrime la derecha: la economía. No otra cosa puede desprenderse de la voluntad conservadora de “revisar, redimensionar y auditar” las “cuentas, competencias y estructuras” de las administraciones. De hecho José María Aznar advirtió, por su parte, con un calado ideológico a estas propuestas teóricamente economicistas, la necesidad de una reforma del Estado que sirviera de freno a los “nacionalismos desleales” y “nos permita tener un Estado más ordenado.” La aplicación del programa máximo de la derecha, en su exceso y los desequilibrios derivados de él, es algo que se compadece con la totalidad del país y del cual Cataluña ha sido un episodio en el ámbito territorial como se han desarrollado también actitudes restrictivas de la centralidad democrática de la ciudadanía en los contextos sociales y cívicos. En el fondo, se trata de mantener vivos los viejos defectos decimonónicos de los que advertía Azaña cuando sentenciaba del siglo liberal y reaccionario que se hizo incompatible con el pluralismo cultural y político dentro de la unidad de soberanía del Estado.

La esclerosis política impuesta por el régimen de poder que consolidó la transición ha mantenido el ascua mortecina de un nacionalismo español anclado en los tópicos retardatarios de siempre, que tanto mimó el franquismo, fermentados en un espacio político donde el debate ideológico se ha diluido ante un pragmatismo ad hoc al establishment  que expulsa de su formato polémico elementos sustanciales de la vida pública. Esto conlleva la ruptura de todo diálogo social y la imposición de una sola realidad que implica que cualquier circunstancia en el ámbito político tenga que resolverse en términos de vencedores y vencidos. El ecosistema conservador siempre ha mostrado poca comprensión para todo aquello que no fuera concebir la verdad como coincidente con sus deseos e intereses lo que le lleva a una visión restrictiva y reduccionista de los problemas y que las soluciones democráticas sean cada vez más exóticas ya que, como afirmaba Ortega, lo menos que podemos hacer, en servicio de algo, es comprenderlo.

 

 

*Juan Antonio Molina es Periodista y Escritor.

@Molgom