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Matón/a Institucional

Intentaré trasladarles que se trata de la punta del iceberg de una situación prolongada y extendida.

 

 

Matón, na

  1. m. y f.coloq. Persona jactanciosa y pendenciera que procura intimidar a los demás. (Real Academia Española. Diccionario de la lengua española)

Parto de la noticia, una vez más: “El juez procesa al director de un IES acusado tras la muerte de un docente”. Por mor de la brevedad, destaco solo dos elementos.

En primer lugar:

Según el relato que realiza el juez, XXX, director entonces del IES YYY, mostró una actitud de «acoso y hostigamiento hacia ZZZ, tratando de humillarle, rebajarle o envilecerle, consiguiendo con ello menoscabar, disminuir o afectar su integridad moral»”.

En segundo lugar:

“…la Fiscalía de Sevilla pidió que se archivaran las diligencias abiertas contra el ex director tras considerar que no había pruebas del acoso”.

Ante estos hechos, cabe considerar que se trata de una lamentable anécdota. Con el perdón del respetable, intentaré trasladarles que se trata de la punta del iceberg de una situación prolongada y extendida. Se me ocurre añadir el calificativo de insoportable, si no fuera porque venimos soportándola desde hace mucho tiempo.

XXX es un tipo de persona. No tiene ideología, ni género. Nos la encontrábamos en el franquismo, y luego la vimos bajo el socialismo andaluz. Ahora pulula en la misma Casa Blanca o en los CDR castristas o indepes. En todas partes. En el Vaticano o en Corea del Norte. Allá donde haya una posibilidad de ascenso y aumentar su poder, allá se halla.

Conozco a varios XXX. Porque el escalafón sanitario andaluz les dio bastante cancha en este arrancar de siglo. Gente a su mando, y una organización proclive a que dicho mando se utilizase de modo enérgico. Sin miramientos. Y sí, confirmamos que en ciertos terrenos, las personalidades proclives germinan, arraigan y florecen. Nos muestran al artista que llevan dentro. Y perdonen el humor negro.

Puedo decir algunas cosas acerca de los XXX. Porque se suelen adaptar a un perfil. Son de una inteligencia superior a la media. Lleguen a donde lleguen, hacen un cálculo preciso de las relaciones de poder “real”, por encima del cargo. Manejan el lenguaje de modo exquisito. Sonríen hacia arriba. Se hacen indispensables como estrategia de escalada. Muestran a la superioridad que ellos o ellas son su pieza imprescindible. Los que dominarán el caos generado por los indomables seres del escalón inferior. Indomables, hasta que llegaron ellos. O ellas, claro.

Hacia abajo, implacables. Lo han leído arriba, en el relato del juez. Labor de zapa, continua. Dividir al equipo: los buenos y los malos, los colaboradores y la basura. Gobernar con el miedo del tono y la mirada. Conocer el punto flaco de cada cuál, y sus expectativas. Que cada uno respire aliviado al ver que es otro el objeto de las iras o las humillaciones. Olvidarse del viejo poema que reza “y al final vino por mí”. Porque nunca nadie está a salvo. Pero nadie se atreve a coaligarse contra el personaje. O la personaja.

Y no lo hacen por el segundo párrafo, más arriba. El escrito de la Fiscalía. Nuestro matón o matona son excepcionalmente inteligentes y nunca dejan pruebas. Nada en público o por escrito. Nada documental o con testigos. Todo acoso se desarrolla en la intimidad o delante de personal interino o precario que cuentan con encontrárselo en un tribunal. ¿Quién se la va a jugar?

Contra el matón institucional, falla la normativa. Fracasa la legislación. Lo del acoso laboral es agua de borrajas. Porque se basa en pruebas y, como ya digo, ya se guarda el tipo o la tipa de que no las haya nunca. Y, en caso de que las hubiera, la exasperante lentitud de los procedimientos administrativos o judiciales garantiza la impunidad del agresor/a. Quedamos inermes ante el tipejo/a, que campa a sus anchas, ante direcciones y gerencias, que difícilmente tienen elementos para pringarse.

En todas partes cuecen habas, y en todos los países hay de esto. Pero en un país de una notable rigidez burocrática y lentitud de los procedimientos, las consecuencias se amplifican exponencialmente. No sorprendo a nadie si digo que, para un médico, hoy, es más fácil emigrar a Toulouse que cambiar su plaza a la del pueblo de al lado. Por tanto, está uno obligado a convivir con su maltratador/a profesional durante años, si no décadas.

Pero ocurre que el chulazo no es un problema exclusivo del que le toque. Ni siquiera de su equipo. Es un cáncer institucional. Porque una atmósfera de miedo es tóxica para el desarrollo profesional, sépase. Extingue proyectos e ilusiones y baña el día a día en una capa de gris oscuro casi negro donde todas las miradas se pierden en el vacío. ¡Qué poco han cambiado las cosas desde la universidad del cátedro tirano del franquismo! Más bien al contrario: a este país le gusta el modelo – es totémico -, y lo perpetúa bajo ademanes seudodemocráticos.

Es muy probable que cierto modo de ejercer el poder haya confiado en estos personajes para organizar la turbamulta que con frecuencia se ve en el mundo de abajo de escuelas, institutos, universidades, centros de salud, hospitales, consejerías y otras instituciones públicas. Dan resultado – y cómo -. En Sanidad Pública, por ejemplo, el miedo está en la base de ahorros comparativos de ciertos sistemas de salud autonómicos frente a otros. Y estas medidas, a veces, allanan el camino hacia un ministerio.

Pero si hablo de estos efectos colaterales, probablemente ustedes pensarán que exagero, ¿verdad? Solo les diré que todo esto viene justificando que, cada vez más, el joven egresado del MIR considere la emigración para el ejercicio profesional en Medicina. Porque “esto no hay quien lo aguante…”.