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Más madera para el otoño caliente en San Telmo

De repente, la foto cambió. El presidente, acostumbrado a controlar los tiempos y las portadas, se encontró en el foco de un huracán sanitario y político.

Arranca el curso político andaluz con un aire espeso, casi pegajoso, donde cada formación parece remar en su propia dirección sin advertir que el río baja revuelto. Los discursos vuelven a rebosar de promesas, los platós se repueblan de políticos sonrientes, y en Canal Sur preparan —dicen— una tertulia “combativa” contra Sánchez, faltaría más. Mientras tanto, los ciudadanos, los mismos que pagan la función, siguen esperando soluciones a los mismos problemas de siempre. Andalucía abre el curso con una puesta a punto de tablero donde todos tienen cuentas pendientes y donde algunos, quizá sin saberlo, se están jugando mucho más que unas elecciones.

En San Telmo, Juan Manuel Moreno Bonilla parecía tenerlo todo controlado. Desde hacía mes y medio había lanzado una campaña de imagen calculada al milímetro: foros empresariales, anuncios institucionales, “viajes de Estado” y un goteo de actos con inequívoco tono electoral. El guion era perfecto: liderazgo sereno, economía en crecimiento y una oposición difusa. Hasta que estalló la crisis de los cribados de cáncer, y el castillo de la estabilidad se vino abajo en cuestión de horas.

Miles de mujeres afectadas por un fallo en las pruebas de detección de cáncer de mama, la sanidad pública en entredicho y la Junta convertida en noticia nacional por las razones equivocadas. En Fiscalía y Juzgados ya suena la flauta del afilador.

De repente, la foto cambió. El presidente, acostumbrado a controlar los tiempos y las portadas, se encontró en el ojo de un huracán sanitario y político. La maquinaria mediática que tanto había cuidado se le volvió en contra, y el llamado “milagro andaluz” que vendía en Madrid quedó atravesado por una evidencia incómoda: no se puede gobernar con una sanidad en mínimos. Ni siquiera con el mejor discurso.

El escándalo no solo ha sacudido los cimientos de la Junta, sino que ha roto el relato que su equipo había construido con mimo: el del gestor tranquilo que todo lo arregla sin estridencias. La moderación sirve para ganar elecciones, pero no para explicar negligencias. Y cuando las negligencias afectan a vidas, ya no valen los argumentarios. Moreno Bonilla ha pasado, en cuestión de días, de proyectar solvencia a verse forzado a improvisar explicaciones. Su campaña, a la que solo le faltaba poner fecha, se ha convertido en un ejercicio de contención de daños. Y por lo que se ve, no tenían plan B.

Para colmo, el contrataque ha sido de libreto marxista —de los Hermanos Marx, se entiende—: “¡Más madera, es la guerra!”. La Junta ha intentado desviar la atención desempolvando una supuesta decisión de hace trece años atribuida a María Jesús Montero, cuando era consejera de Salud, como si el pasado pudiera tapar el presente. El PP asegura que la hoy vicepresidenta “eliminó los plazos” de seguimiento tras los cribados. Pero el argumento se sostiene sobre un error técnico: el protocolo de 2011 al que aluden no regula los cribados, sino el proceso oncológico una vez diagnosticado el cáncer. El de cribado sigue siendo el de 2005, aún vigente, como confirman oncólogos y radiólogos. O sea, más humo que fuego.

En paralelo, el PSOE andaluz observa la escena con una mezcla de oportunidad y desconcierto. Sabe que la crisis sanitaria le brinda terreno abonado para golpear, pero le falta el martillo. En el partido crece la duda de si su candidata está logrando abrir brecha real, si su mensaje llega a una ciudadanía harta de retórica y deseosa de alternativas creíbles. El socialismo andaluz vive atrapado entre la sombra de su pasado —años de poder, clientelismo y causas judiciales— y un futuro que exige reinventarse sin nostalgia.

La gran pregunta, a estas alturas, no es si el PSOE puede volver a gobernar, sino si sabe qué quiere ofrecer cuando lo haga. O, en el peor de los casos, qué tipo de oposición está dispuesto a ejercer ante un hipotético gobierno PP-Vox el próximo año. Un partido que aspira a recuperar la Junta no puede limitarse a señalar errores ajenos; necesita un modelo reconocible, propio, visible. Y eso no se consigue solo con notas de prensa. Se logra liderando el debate, marcando la agenda, ocupando el espacio que el PP ha convertido en su finca particular.

A la izquierda del PSOE, el paisaje es todavía más desolador. La guerra de egos, las disputas personales y las rivalidades entre siglas siguen bloqueando cualquier intento serio de unidad. Lo que se percibe desde fuera no es debate político, sino choque de personalismos. La izquierda alternativa andaluza parece no haber aprendido que la fragmentación la condena a la irrelevancia. La pregunta flota en el aire: ¿no ha llegado la hora de que algunos se aparten para dejar paso a un proyecto común? Mientras tanto, la gente que debería ser su base natural —precarios, jóvenes, trabajadores, mujeres— sigue esperando que alguien les hable en serio de sanidad, vivienda o desigualdad.

Y mientras la política bulle en su propia olla a presión, los problemas reales de los andaluces permanecen intactos. Las listas de espera baten récords, los centros de salud languidecen sin personal, la educación arrastra déficits estructurales, los jóvenes continúan marchándose y los pueblos se vacían lentamente. La Andalucía que no sale en los titulares —la que madruga, trabaja y apenas llega a fin de mes— observa todo este juego con resignación, cuando no con enfado.

El sueño de un adelanto electoral, con el que algunos en el PP soñaban, se ha evaporado. Hoy, en el entorno de Moreno Bonilla, nadie se atreve a hablar de urnas. El gobierno está en modo defensivo y la oposición busca todavía cómo aprovechar la grieta. Pero bajo la espuma mediática lo que queda es una desconfianza generalizada hacia una clase política que no termina de estar a la altura del momento.

La situación del PP, además, no se limita a Andalucía. En Madrid corren rumores sobre una posible carrera interna si Feijóo se tambalea. Algunos apuntan que Moreno podría ser tentado a dar el salto nacional, repitiendo la historia que hundió a Casado y elevó a Ayuso. ¿Quién ganaría un cuerpo a cuerpo entre Bonilla y Díaz Ayuso? La respuesta no es política, es de guion: dependería del público, y el público hoy está hastiado.

El clima político, en suma, llega enrarecido a este otoño. Hay un aire de fin de ciclo o de agotamiento de los relatos. La derecha se desgasta en la gestión, la izquierda se dispersa en su laberinto, y los socialistas buscan un rumbo que aún no se vislumbra claro. Todo mientras los ciudadanos, hartos de promesas, siguen esperando que alguien se ocupe de sus cosas.

Y aquí llega la moraleja, inevitable.
En este país, la gente ha empezado a leerse los programas electorales. Los lee, los compara, se los cree y vota en consecuencia. Luego descubre que de lo dicho, nada. Y ahí nace la frustración, la sensación de engaño, pero también algo más grave: la certeza de que juegan con su vida y la de los suyos. Porque una promesa incumplida puede ser solo una decepción política. Pero cuando lo prometido tiene que ver con la salud, la educación o el futuro de los hijos, deja de ser política para convertirse en moral.

Y eso, precisamente, es lo que algunos aún no han entendido.