“Lo que más temo no es la llegada del totalitarismo a lomos de los tanques, sino su ascenso silencioso bajo el aplauso de los votantes”. Hannah Arendt, “Los orígenes del totalitarismo” 1974
Como ya advirtió Tocqueville, el mayor peligro para las sociedades libres no reside en la tiranía externa, sino en la «tiranía de la mayoría», aquella que, bajo el ropaje de la legitimidad electoral, erosiona los contrapesos institucionales. Hoy, ese diagnóstico adquiere una vigencia perturbadora. Vivimos una época en la que la historia no se repite, aunque sí rima, Mark Twain. Las democracias occidentales se enfrentan a una disyuntiva existencial entre la regeneración democrática, basada en la moderación, el pluralismo y los frenos al poder, y el avance de un neototalitarismo centrípeto, un autoritarismo del siglo XXI que no se impone mediante invasiones o revoluciones violentas, sino que emerge desde dentro del propio sistema, aprovechando sus brechas, un fenómeno que no avanza desde un centro hegemónico hacia las periferias, tal y como ocurrió con el nazismo en Alemania o el comunismo soviético, sino que brota simultáneamente en diferentes puntos del tejido territorial democrático.
Este paradigma no sigue la lógica expansionista del nazismo o el estalinismo, sino que opera como una internacional iliberal, Anne Applebaum, sincronizando estrategias en múltiples países (EE.UU., Hungría, Polonia, Italia, Francia, entre otros), mientras exalta la soberanía nacional como coartada y va minando los consensos liberales desde dentro.
Su arma no es la violencia explícita, sino “la gramática de la posverdad”, Byung-Chul Han, “la manipulación algorítmica”, Zuboff, y “la banalización del mal”, Arendt, a través de la normalización discursiva.
Este nuevo rostro del totalitarismo no porta uniformes militares, ni agita manifiestos revolucionarios, sino que viste trajes de ejecutivo, maneja con habilidad los algoritmos de las redes sociales y legitima su discurso a través del voto popular. Como señaló Umberto Eco en “El fascismo eterno”, la amenaza de una regresión autoritaria no desaparece con la derrota de un régimen, sino que muta, se adapta, se hace cultural, larvada, y sobre todo, seductora.
La democracia en riesgo: entre la fragmentación y el populismo
España no es ajena a esta encrucijada. El panorama político nacional refleja con nitidez esta tensión entre democracia constitucional y pulsiones neototalitarias. El Partido Popular y el Partido Socialista, pilares de la actual democracia, afrontan hoy un desgaste prolongado por casos de corrupción y una gestión errática que han desembocado en una elevada tasa de desafección ciudadana.
Mientras la izquierda populista, hoy debilitada electoralmente, sobrevive sin capacidad real de articular un proyecto mayoritario, el ultraconservadurismo iliberal representado por Vox alcanza cotas cercanas al 20% del electorado. replicando el “populismo de derechas» que citaba Cas Mudde, mediante un discurso que instrumentaliza el malestar social para imponer una «democracia identitaria», Yascha Mounk, donde la mayoría electoral se erige en dueña absoluta del espacio público.
Este no es un fenómeno estrictamente español: como advertía Timothy Snyder, las instituciones no se defienden solas y lo que empieza siendo una erosión lenta de los valores liberales puede acabar en el colapso del orden constitucional si no se combate desde un frente de unidad democrática. La experiencia alemana de los años 30, cuando los conservadores subestimaron a Hitler creyendo poder controlarlo a través de la maquinaria institucional, debería ser un “memento mori” para el centroderecha español. La historia, como sabemos, fue implacable con esa ingenuidad. Sin tolerancia mutua y respeto institucional, no hay, ni habrá nunca, una verdadera democracia, y ambos valores escasean hoy en los países occidentales, en general, y en España, en particular. Es aquí donde nuestra llamada de atención adquiere plena resonancia: el centroderecha democrático español debería evitar unas alianzas fatídicas que acabarían fagocitándolo.
El neototalitarismo centrípeto: una nueva forma de autoritarismo
Lo que distingue al neototalitarismo de hoy, al menos hasta ahora, no es tanto su brutalidad, como su capacidad de parasitar el discurso democrático y vaciarlo desde dentro. En general, no se impone a través de un golpe de estado clásico, sino mediante una legitimación electoral y una vez en el poder, dinamita las garantías institucionales, emulando el manual seguido por el nazismo hace un siglo.
Este fenómeno tiene cuatro rasgos definitorios:
– Centripetismo ideológico: Los movimientos iliberales no nacen en un único territorio, sino que surgen simultáneamente en red en varios países (EE. UU., Hungría, Italia, Polonia, Francia, entre otros) compartiendo un mismo ideario que gira en torno a la exaltación nacionalista, el binarismo religioso-cultural, el pasado mítico, y el rechazo a los valores de una sociedad abierta, la inclusión y la diversidad.
– Internacional iliberal: Como ha advertido Anne Applebaum, asistimos a la consolidación de una red internacional de think tanks, partidos y medios de comunicación que sincronizan estrategias políticas, retóricas y culturales, logrando una eficacia transnacional sin precedentes.
– Deslegitimación del pluralismo o desdemocratización progresiva: En línea con el concepto de “democracia iliberal” que popularizó Fareed Zakaria, estos movimientos llegan al poder por medios democráticos pero con un claro objetivo: redefinir la democracia como el dominio exclusivo de una mayoría homogénea que excluye sistemáticamente a las minorías, los disidentes y los “otros”, cooptando la justicia, silenciando los medios de comunicación y reescribiendo la memoria histórica, siguiendo las pautas de la “ley de amnesia» de Todorov.
- Tecnopopulismo: Según Morozov, la digitalización permite un control social sin necesidad de gulags: basta con el “capitalismo de vigilancia” y la intoxicación masiva a través de redes sociales.
La salida razonable: un pacto de emergencia democrática para España
Ante esta tormenta perfecta, la única respuesta sostenible no debería ser la fragmentación del espectro democrático sino una solución sostenible y de altura de mira: un gobierno razonable, articulado desde los dos partidos sistémicos, PP y PSOE, con la participación de acreditados independientes demócratas. Además, si realmente pretendemos limpiar el país de corrupción, y de corruptores, sólo un gobierno transitorio de ese perfil nos podría garantizar de manera sostenible el éxito de una operación de ese calado, por un lado, y, por otro, ambos partidos también podrían aprovechar ese tiempo para actualizar sus superestructuras, abandonando por obsoleta su actual concepción como organizaciones de masas.
Esta propuesta no es una novedad. En1944, Karl Popper ya nos advertía en “La sociedad abierta y sus enemigos” sobre la necesidad de que las democracias no toleraran a los intolerantes, lo mismo que sostuvo Isaiah Berlin al subrayar la importancia de los “valores compartidos” para preservar la pluralidad y la libertad.
Lejos de la demagogia de las trincheras y el consecuente sectarismo polarizante, esta coalición de emergencia no significaría una claudicación ideológica, sino un compromiso histórico ante una amenaza mayor como una suerte de “pacto de emergencia democrática” en el que las diferencias legítimas ceden ante la defensa de una causa común: la democracia liberal.
Sus principales objetivos prácticos a corto plazo podrían ser, entre otros:
- Depurar la corrupción mediante acciones contundentes auditadas de manera independiente.
- Reformar el sistema electoral para evitar mayorías artificiales que no respondan a una verdadera representatividad democrática.
- Blindar los medios de comunicación públicos del clientelismo partidista.
- Educar en civismo crítico, rescatando a las nuevas generaciones del presentismo y del nihilismo post político.
El espejo europeo, la paradoja de la libertad: cuando la democracia devora sus propios fundamentos
Lo que sucede en países como Estados Unidos, Hungría, Polonia o Italia debería ser un espejo para los demás, no un modelo. En ellos, el populismo iliberal ha minado la independencia judicial, los medios libres, la educación crítica y el pluralismo político. Según Cas Mudde, uno de los grandes estudiosos del populismo, estas democracias “vivas” están hoy en cuidados intensivos.
España aún no ha cruzado ese umbral, pero el riesgo inmediato de hacerlo es bastante real. La presión mediática, los algoritmos polarizantes, la precarización social y el hartazgo político generan un cóctel perfecto para que muchos ciudadanos vean en las soluciones autoritarias no una amenaza, sino una alternativa, lo que ya viene ocurriendo singularmente entre no pocos miembros de las generaciones más jóvenes, que son las más susceptibles de caer en las garras de los discursos vacíos y alienantes, de los actuales flautistas de Hamelin de la política.
Más allá del voto, la defensa de la democracia y el deber de la lucidez
No basta con votar. Defender la democracia hoy implica construir consensos, rechazar los atajos iliberales, y asumir que la convivencia democrática exige generosidad, memoria histórica y valentía cívica. Parafraseando a Stefan Zweig, quien observó con horror la caída de la Europa ilustrada ante los totalitarismos: el mundo de ayer puede desaparecer más rápido de lo que creemos, y su recuperación depende de que los demócratas actuemos antes de que sea demasiado tarde, las democracias pueden morir “no con un estallido, sino con un suspiro».
España y Occidente están ante un momento maquiavélico en el que, como escribió el florentino, la virtud debe imponerse a la fortuna. La disyuntiva es clara: democracia plena o neototalitarismo centrípeto, no cabe la neutralidad como alternativa por no ser realista, la historia no perdona la ingenuidad política. El precio de la libertad es la eterna vigilancia, decía Jefferson, y esa vigilancia debería comenzar hoy mismo, agrego yo.
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