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¿Está la virtud en el término medio?

Un adaggio que responde a los conservadores que abominan de revoluciones y extremismos de uno y otro signo.

 

Dice el dicho clásico que “en el término medio está la virtud”. Un adaggio que responde a los conservadores que abominan de revoluciones y extremismos de uno y otro signo. Es posible que lleven razón porque yo, a estas alturas de la película, rondando los setenta años y ambicionando sólo que me dejen tranquilo en estos últimos años de mi jubilación, comparto en mayor o menor medida. Pero ha dado la faltal casualidad que, mire usted por dónde, nos ha tocado vivir una época bastante negra en la que ese término medio está cada día más depauperado. Desde hace más de seis meses, desde aquel nefasto 14 de marzo de 2020 en el que Pedro Sánchez anunció la entrada en vigor del estado de alarma y el consiguiente confinamiento domiciliario, esto es un teresiano vivo sin vivir en mí en el que los extremismos tienen tabla rasa para hacer adeptos.

 

Hay que reconocer que la dichosa pandemia del Covid 19 le ha hecho el caldo gordo a los poderes fácticos para poner sobre la mesa estrategias que hasta hace poco eran impensables. Tomando como excusa la salud pública, nos han impuesto una serie de restricciones a la libertad que, en cualquier otra circunstancia nunca se habrían atrevido a proponer por el rechazo de los ciudadanos. Han hecho falta más de medio millón de supuestos infectados y cincuenta mil muertes para justificar medidas coercitivas propias de las dictaduras más extremas. Mascarillas obligatorias, prohibición de reuniones de más de diez personas, anulación de eventos multitudinarios, castigos y multas por encender un cigarrillo, cierre de discotecas, salas de fiesta, restaurantes, teatros y cines. Vamos, algo que no nos podíamo ni imaginar hace tan sólo seis meses. Es la neva normalidad que se ha impuesto en medio mundo a fuer de machacarnos diariamente en los medios de comunicación con castigos divinos y humanos más propios de la alta edad media que de este siglo XXI.

 

Que conste que, haciendo honor al título de este artículo, me encuentro igual de equidistante de los “negacionistas” defensores de las teorías de la conspiración mundial, que de los apocalíticos que auguran el caos total y millones de muertes a causa del coronavirus. Pienso que ésta es una epidemia más de las que vamos a tener que convivir en los próximos años. Una más, pero demasiado amplificada por altavoces institucionales de ecos mundiales por motivos que desconozco. Sólo hay una cosa en la que coincido con los llamados “negacionistas”. En que detrás de toda esta pandemia, ya sea accidental o programada, natural o creada en laboratorios, hay causas y efectos que desconocemos y que van a cambiar radicalmente nuestra forma de vivir. De hecho ya la han cambiado en menos de un año. Y, claro, alguien se lo va a llevar calentito de toda esta movida. No sé si los chinos, los americanos, lo rusos, las multinacionales farmacéuticas, el contubernio judeo masónico, Soros, Gates o el Club Bildeberg.

 

Como decía al principio, con mi edad y mis condiciones de alto riesgo, me encuentro a medio camino de unos y otros, y esperando no tener la mala suerte de que me toques el bichito mientras sigue sin tocarme la primitiva por más columnas semanales que juego. Por eso me sacan de quicio situaciones con las que me suelo topar un día sí y otro también. Botellones multitudinarios en decenas de descampados de Sevilla, reuniones festeras sin mascarillas ni distancias de seguridad, Y me esca de quicio la total ineptitud de un Gobierno que prohibe que los niños jueguen en la calle o en los parques infantiles pero permite que lo hagan en los recreos controlados de los centros educativos. Me da a mí que lo de abrir los colegios no es sino una forma de inducir a los pequeños para que vean lo que les espera en el futuro, acostumbrarlos ya a que el ordeno y mando, no de sus padres o maestros, sino del poder público, está por encima de los deseos individuales de la persona.

 

Y en eaas estamos. Con el miedo en el cuerpo rechazando cenas de más de tres parejas en sitios cerrados, colocándonos las mascarillas como si fuesen los necesarios calzoncillos y asumiendo que la cosa, siete meses después de que se decretara el estado de alarma, sigue tan jodida como entonces por lo que ellos llaman una segunda oleada y que no es sino la consecuencia lógica de abrirle los toriles a unos ciudadanos que habían estado más de tres meses confinados en sus casas y que, de pronto, explotando el verano y las vacaciones, saltaron a las calles, a las plazas, a las piscinas, a las playas y a los pueblos como si fuesen los miuras de San Fermín tras el canto de los mozos al azulejo del santo en Pamplona. De todas formas, si algo está claro en estos momentos es que se ha rebajado bastante el miedo de abril y mayo. Aunque los sanitarios alerten de que los hospitales y las UVIs comienzan a volver a llenarse como a principios de la pandemia, el personal no responde como en el confinamiento cuando el miedo a salir al super o al estanco era similar al de enfrentarse a los zombies de The Walking Deat. Parece que ahora ya nos hemos hecho a las circunstancias anormales y hemos decidido vivir, con mascarillas y prohibiciones, pero vivir al fin y al cabo.

 

P.D.-Para finalizar, sólo pedirle al presidente del Gobierno, tan apenado por el suicidio de uno de los presos etarras que atentó contra Miguel Ángel Blanco, que hay muertos, muchos muertos, centenares, miles, decenas de miles de muertos causados por la pandemia y por la banda terorrista ETA, que merecen, cuando menos, un pésame similar, un pésame público en una institución en la que están representados todos los españoles, como el el Congreso o el Senado. Al menos, Igor González Sola elegió su forma de morir, circunstancia que no se dieron en las víctimas de ETA ni en los muertos por el Covid. Ya sé que a él le interesan más los apoyos políticos de los de Bildu que el sentimiento de sus propios conciudadanos, pero al menos, sería una cuestión de formas, de justicia y de equidad, ya que el fondo de Sánchez parece inmutable, le pese a quien le pese.