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Las caras oscuras de la fusión Caixa-Bankia

El coste social es tal que no hace para nada rentable en términos políticos permitir dicha fusión.

 

Lanzar las campanas al vuelo en este caso no es un ejercicio retórico. Al menos, para los grandes del sector financiero, que ven en la operación que se avecina una salida para una crisis de difícil solución: la escasa rentabilidad del negocio del préstamo de dinero. No es algo baladí. Las grandes entidades se han visto obligadas a diversificar su actividad económica y su máquina para generar ingresos acudiendo a la venta de seguros y otros productos. Todo ello para amortiguar el gran peso que angustia a los analistas del sector: la desorbitada envergadura de la morosidad. Muchísimos ciudadanos, tanto en España como en el resto de Europa, se han visto, por diversas circunstancias, en la desagradable situación de no poder hacer frente al pago de los bancos, ya sea de lo que originalmente queda a deber como de las comisiones impuestas. Esto ha generado un problema que amenaza gravemente la sostenibilidad del sistema financiero, el cual, nos guste o no, es una de las columnas vertebrales del sistema económico de los países del primer mundo.

 

Es por eso que, de un tiempo a esta parte, se ha abierto camino una tendencia dirigida a proporcionar una solución a este embrollo: la creación de macro-entidades financieras por medio de fusiones o absorciones que doten de fuerza a un sistema financiero en crisis que, de otra forma, se vería abocado a pedir dinero de manera periódica al Estado o al Banco Central Europeo. Más allá del escenario español, en el resto de países de la eurozona se abren perspectivas similares que, probablemente, se vayan materializando a lo largo de los próximos años.

 

A pesar de ello, y sin riesgo de caer en la demagogia populista que se niega a entrar en la complejidad de los problemas reales para proporcionar soluciones simples para situaciones complejas, la creación de estas súper-entidades financieras no es una buena noticia para el ciudadanos de a pie, a pesar de que con ello se permitiera contener la vía de agua motivada por la abrumadora morosidad de los clientes de las entidades y se lograra así, por el momento, garantizar la sostenibilidad de todo el sistema. Tres son las razones principales:

 

Primera: la fusión va a generar un desequilibrio en el reparto de poder entre las élites -de la tarta, si se quiere- a favor del poder financiero. Especialmente si se genera un duopolio en el caso de que la operación fuerce al Santander a hacer lo propio con BBVA o cualquier otra entidad similar. Esto va a poder permitir a los bancos ejercer una presión formidable sobre los partidos políticos, especialmente teniendo en cuenta que tienen cuentas abiertas con ellos y deudas. Lo han hecho antes y lo van a hacer más ahora. Así como sobre los Gobiernos, sean estos del color que sean, que no van a gozar de una capacidad para poder resistirse a dichas presiones con la soltura con que hasta ahora lo hacían (de manera relativa, todo sea dicho), pervirtiéndose con ello las bases mismas de la democracia parlamentaria y del sistema representativo. No en vano, si uno o varios macro-bancos utilizan su fuerza para influir en las decisiones gubernamentales, y estos, decididos a conservar su parcela de poder y a no alterar un sistema que les beneficia, se someten a ello o deciden llegar a acuerdos en provecho mutuo, los parlamentos y las cámaras de representantes irán teniendo poco a poco una función poco menos que ceremonial y, con el paso de los años, puramente testimonial.

 

Segunda: una entidad de esa naturaleza va a dificultar la capacidad de litigio de los clientes, toda vez que la capacidad litigante es inversamente proporcional al tamaño de la entidad, que va a aprovechar su fuerza para realizar modificaciones unilaterales de las condiciones contractuales a sabiendas de que pocos se van a atrever a ir a juicio contra ellas y que, aunque lo hagan, sus posibilidades de éxito son remotas. Esto es algo que la práctica jurídica ha puesto de manifiesto de una manera espeluznante. Porque, por muy buenos abogados que uno pueda contratar, el equilibrio de la defensa que existe en el pleito brilla por su ausencia cuando un modesto despacho de barrio se ve las caras con un bufete fuertemente corporativizado que pone a un grupo de expertos a trabajar en un asunto. Expertos bien pagados que están en la posición de dedicar más tiempo y mejores recursos. De igual manera, la chequera inagotable de estas gigantescas entidades asegura poder seguir pagando las gestiones jurídicas de los recursos y las instancias sucesivas, mientras que la a menudo precaria economía doméstica de un particular terminará por agotarse, con las inevitables consecuencias de no poder seguir litigando y perder, aun teniendo razón.

 

Tercera: algo parecido se aplica a los trabajadores. La envergadura de una entidad así va a reforzar la presión laboral y va a desactivar el margen de maniobrabilidad de los sindicatos y representantes de los trabajadores. Las modificaciones en las condiciones contractuales, el aumento del nivel de exigencia, la renegociación de los sueldos, junto con una distribución de la carga de trabajo que obliga invariablemente a robar horas del tiempo libre para cumplir con los objetivos impuestos desde arriba se van a acrecentar notablemente con la creación de los súper-bancos. Algo que a su vez dotará de fuerza a aquellas entidades que, como Caixa, diseñan un dogma de fe que obligan a asumir a sus empleados, centrado en la consideración de la marca por encima de todo, supeditando familia, amigos y relaciones al éxito de la empresa. Algo sugerente para jóvenes ambiciosos, pero mortal para aquellos trabajadores cuya concepción de la vida es diferente. Y, como en el caso de los consumidores, la capacidad de la empresa para imponer se desequilibrará a su favor, en un escenario en el que el trabajador deberá someterse para seguir comiendo o, como mínimo, poder mantener su nivel de vida. Todo ello en un sector que se ha caracterizado por la explotación inmisericorde y la escasa deferencia que se tiene para con los empleados.

 

No aburro más. El balance es claro: por mucho que la operación pudiera suponer un saneamiento o incluso un fortalecimiento del mismo sistema financiero, el coste social es tal que no hace para nada rentable en términos políticos permitir dicha fusión. Máxime teniendo en cuenta que, después del dinero público que se le dio a Bankia para mantenerla a flote, una fusión así debería entrañar, como mínimo, la devolución al Estado de ese dinero. Especialmente valorando a su vez el dinero que las autoridades bancarias van a ganar con la operación. La sostenibilidad de las finanzas no puede lograrse a costa de sacrificar los parlamentos, las garantías de los consumidores y los derechos de los trabajadores.

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