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Las ejemplarizantes batallas del abuelo Cebolleta

No justifico la violencia en la educación, pero tampoco soy partidario de tener a los niños entre algodones o en capullos de seda.

Confieso que soy un entusiasta lector de novela histórica, desde los Episodios Nacionales de mi tocayo Benito Pérez Galdós a la magnífica saga de César de Colleen McCullough pasando por la de Ramsés II de Christian Jacq, la serie de Los Reyes Malditos de Maurice Druon o la de Trajano de Santiago Posteguillo. De vez en cuando acudo a esos libros porque te retratan sociedades pasadas cuyos logros y defectos vuelven a estar, siglos después, de la más rabiosa actualidad. Valga como ejemplo la Roma de César, en el siglo I antes de Cristo, un poderoso imperio que dominaba casi todo el mundo conocido, pero cuya sociedad enferma anunciaba su estrepitosa caída unos siglos después. Un Senado corrupto, un pueblo empobrecido, unos populistas y demagogos tribunos de la plebe que alentaban la revuelta en beneficio propio, y un poderoso ejército dirigido por generales y cónsules (Mario, Sila, Catilina, Pompeyo, el propio César) cuya ambición desembocaba en muchos casos en las dictaduras más aborrecibles.

 

La muerte de los dos niños de Godella, supuestamente a manos de su madre o de sus padres, es un atroz sucesos que debe de dar un aldabonazo a esta sociedad…

 

Viene todo esto a cuento de la clásica frase atribuída a Carlos Marx que afirma que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”. Y en estos momentos, nuestro país, todavía llamado España, parece abocado a repetir periodos de su reciente historia más nefasta. No quiero entrar en política (bastante tenemos con aguantar las pamplinas de unos y otros en esta interminable campaña electoral de nunca acabar) y quiero centrame hoy en aspectos sociales que ponen de manifiesto las contradicciones en las que nos movemos. Una sociedad que condena a varios meses de cárcel a una madre por darle una bofetada a su hijo, pero que permite que dos pequeños de escasos meses y años convivan en una casa abandonada okupada por unos padres cuya salud mental está en entredicho, es una sociedad enferma. La muerte de los dos niños de Godella, supuestamente a manos de su madre o de sus padres, es un atroz sucesos que debe de dar un aldabonazo a esta sociedad superproteccionista que se desentiende de casos como éste cuyo trágico desenlace estaba anunciado.

 

Porque, seamos serios, a los niños no se le crean traumas algunos por un cachete dado a tiempo. “La letra, con sangre entra”, decían antonces. Yo, con solo nueve años, volé dos metros por el aire de una bofetada que me propinó don Manuel, el sacerdote que me daba clases en la Academia Virgen de los Dolores, de mi pueblo, Arjona. Y en lugar de quejarme a mis padres, traté de evitar, aplicando frío, que se me notase la guantá si no quería que mi padre rematase la faena, Y les juro que no tengo trauma alguno. Como no lo tengo por jugar con navajas o lanzas a la serpiente dibujada en el barro, por participar en guerrillas a pedradas con niños de otros barrios, por subirme a los árboles a coger higos, por robar melones, por darte patadas en los partidos de fútbol sobre tierra, por romperte un brazo, por fumar hojas de eucalipto liadas en papel de periódico, por cazar ratones o grillos o por beber agua de cualquier pozo del campo. Y, ¡horror!, nos daban de beber, una copita de quina o vino dulce para abrirnos el apetito sin que nos volvíesemos alcohólicos. No justifico la violencia en la educación, pero tampoco soy partidario de tener a los niños entre algodones o en capullos de seda porque, al final, se convierten en eso, en capullos. El riesgo te enseñaba a vivir mucho más que los actuales juegos de las tablets y las nefastas redes sociales.

 

Nuestos héroes literarios no eran americanos como Supermán, Spiderman o Batman, sino españoles como El Guerrero del Antifaz, (“¡Santiago y cierra España!”), El Capitán Trueno, El Jabato o Roberto Alcázar y Pedrín.

 

Entonces, hace medio siglo, éramos unos cafres, pero unos cafres que, a la hora de la verdad, sabíamos comportarnos educadamente, que les cedíamos la acera o el asiento a las personas mayores, que, al contrario de lo que actualmente ocurre, respetábamos a los padres, a los maestros o a los médicos. Nuestos héroes literarios no eran americanos como Supermán, Spiderman o Batman, sino españoles como El Guerrero del Antifaz, (“¡Santiago y cierra España!”), El Capitán Trueno, El Jabato o Roberto Alcázar y Pedrín. Y leíamos libros de aventuras de Alejandro Dumas, de Cervantes, de Robert L. Stevenson, de Julio Verne o de Daniel Defoe que la Editorial Bruguera los convertía en comics (tebeos, los llamábamos entonces) en sus magníficas Aventuras Ilustradas.

 

Sin necesidad de consultar la Wikipedia, nos sabíamos, los ríos, los cabos y los golfos de toda España, las cordilleras, las provincias, la lista de los Reyes Godos, las hazañas de El Cid y de Don Pelayo, los doce hijos de Jacob, el Padre Nuestro, el Credo y las Bienaventuranzas. No sé si todo ello serviría para mucho en nuestro futuro, pero lo cierto es que era una educación global, un pozo de cultura sobre el que, posteriormente, descansaría la especialidad que decidieras ejercer en tu trabajo. Claro que todo esto, ahora, cuando quienes triunfan socialmente son los “youtubers”, los “influencers” o los participantes del Gran Hermano, parece un tiempo perdido.

 

Lo dicho, vivimos en una sociedad globalizada y cada día más enferma en la que el “buenismo” y el hiperproteccionismo está creando generaciones de parias. Es falso que cualquier tiempo pasado sea mejor, pero lo que sí parece evidente es que, tal y como se plantea el futuro, éste no es nada esperanzador, Ojalá y me quivoque.