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Marinetti en el Alcázar

Del futurismo a la ultraderecha: cuando la estética de destruir el pasado se convierte en programa político y mito movilizador.

Cuando Joaquín Romero Murube, poeta y director-conservador del Alcázar hispalense,  recibió en Sevilla a Filippo Tommaso Marinettiel artífice del movimiento futurista, germen metafísico del fascismo, se vio sorprendido por las propuestas del italiano cuya cosmovisión de un mundo nuevo se compendiaban en un original y atrevido entendimiento estético: “un automóvil rugiente, que parece correr como la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.” Marinetti proponía, entre otras cosas no menos jocundas, quemar todas las góndolas  y “rellenar los apestoso pequeños canales” de Venecia  “con las ruinas de los palacios desmoronados y leprosos” o convertir las plazas de Florencia en aparcamientos.

El movimiento de Marinetti poseía en su germen unos elementos psicoideológicos que se conjugaron para que el populismo fascista construyera una violenta iconoclastia avant la lettre a la implantación de una simbología-afiche cuya estética ideológica se compadecía con la deslegitimación de una realidad compartida para imponer una realidad interpretada a través del mito. Otro inspirador del fascismo como fue Georges Sorel, a pesar de su teórica filiación marxista, creía que los individuos participaban en los movimientos sociales que forman la historia siguiendo la guía del “mito.” Estos “no eran descripción de cosas, sino la expresión de la voluntad.”

Todo ello se caracteriza por un rasgo esencial: la violencia. Violencia conceptual, metafísica, ideológica y, por supuesto, su corolario: la violencia material. Ya lo grito el artífice del fascismo gañan español, José Antonio Primo de Rivera, cuando apeló a la dialéctica de los puños y las pistolas. En este contexto, el conjunto de la derecha y ultraderecha en España, difícil de diferenciar en ocasiones por su origen común franquista, propician que el debate político se diluya hasta convertirse en un territorio de violencia verbal donde todo se sustancia en una dualidad segregativa entre patriotas y traidores, buenos y malos españoles, en una voluntad autoritaria de exclusión de los que no comparten la ideología ultraconservadora en un formato antidemocrático donde la política solo puede contemplarse desde una relación de vencedores y vencidos.

Son epifenómenos muy graves para la salud democrática del país, y que la derecha pretende conformen el sentido común de una sociedad agredida por la desinformación, la mentira y el desarreglo cultural que supone desafectar a las mayorías sociales de sus propios intereses. Es decir, que lo políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable, como predicaba Milton Friedman, el padre del neoliberalismo. Todo ello, produce que la vida pública española está teñida desde hace largo rato, y desde luego por más tiempo del que sería deseable, por el desorden y el desconcierto. Un desorden profundo que no es la algarada en la calle, sino algo más gravoso singularizado en la malformación política de las bases constituyentes y sustantivas del Estado y, como consecuencia, la presencia constante de sus límites democráticos promovido por la derecha.

El conservadurismo patrio tiene solo un propósito: derrocar al gobierno progresista de cualquier manera posible, vía fake news, lawfare o simplemente la mentira. Siguen el ejemplo del creador del fascismo, Benito Mussolini, “los socialistas preguntan cuál es nuestro programa. Nuestro programa es aplastar las cabezas de los socialistas.” Estos propósitos unidimensionales, en el concepto alienante de Marcuse, supone también la utilización dolosa de la violencia falsaria. En realidad el autoritarismo es, por acumulación, aquello que expresaba Quevedo en su Epístola Censoria cuando arremetía contra el silencio que oculta la verdad.

Son las peripecias mentales sobre la singularidad morbosa no verbalizable del origen de una derecha a contracorriente sumamente antitética de las europeas de nuestro entorno. Esto no es un sedimento demodé del pasado sino un músculo ideológico que configura y define al conservadurismo que constituyó la metafísica del caudillaje y articuló la Transición para tener continuidad con todas las acotaciones de subjetividades y prejuicios propios que se sustancian en una baja consideración de la política (el formato político de la vida pública es una debilidad cuando nuestro concepto de nación es el único posible y patriótico). En este contexto, los problemas políticos dejan de estar en el ámbito de la política y la vida pública entra en una espiral de descomposición democrática.