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Mártires de Almería (I)

Hace unos días tuvo lugar en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Aguadulce (Almería) un magnífico espectáculo: ni más menos que la beatificación de 115 mártires de Almería, entre ellos, como bien resaltan titulares de portada como el de La Voz de Almería, una mujer gitana, la segunda del mundo en ser beatificada. Se ve que, por lo que sea, no hay mucho apego por la beatitud y el martirio en esta raza tan tradicionalmente relacionada con la pasión por la vida y los placeres sensuales. Al espectáculo de masas celebrado en ese monumento a la especulación inmobiliaria y a la ocupación de ramblas y cauces hay que añadirle, además, una jornada martirial en Sorbas y en la catedral de Almería y no sé si alguna cosa más. El despliegue informativo de La Voz, aunque no tuvo la extensión franquista y obscena de la venida de la ministra Fátima Báñez a Almería, prácticamente un número monográfico, fue, como suele ser habitual en estos casos de gran  relevancia histórica, amplísimo.

 

Se ve que, por lo que sea, no hay mucho apego por la beatitud y el martirio en esta raza tan tradicionalmente relacionada con la pasión por la vida y los placeres sensuales.

 

El martirio, el sacrificio humano, es probablemente tan antiguo como la más incipiente religiosidad primitiva de nuestra especie, pero no cabe duda de que han sido el cristianismo, y particularmente la Iglesia Católica, los que han elevado el martirologio al grado de exaltación y excelsitud que tanto han inspirado a artistas, músicos y escritores, algunos tan extraños a la tradición cristiana como Yukio Mishima. Exaltación del martirologio que sigue conmoviendo al pueblo como el primer día, eso hay que reconocerlo, y que se ha ido trasladando histéricamente a ámbitos pop. ¡Cómo no se va a respetar a alguien que muere por la religión verdadera, que es como decir por defender la verdad hasta la muerte! Entonces, ¿a qué viene tanta ingenuidad por parte de los del ‘otro bando’? ¿Alguien cree de verdad que una pequeña ayuda por parte de las autoridades locales y provinciales (una miseria, para lo que se merecen), y un extenso seguimiento mediático, puede hacer de la beatificación de 115 personas algo de tanto boato y tanta magnificencia?

Una simple ayuda pública, por el contrario, por mucha ilusión que pongan los organizadores,  ¿puede convertir el recuerdo de centenares de miles de muertos a secas, sin ninguna gloria martirial reseñable aparente? Un acto en memoria de unos simples muertos sin asomo de elevación espiritual, víctimas de una guerra fratricida, muertos almerienses, andaluces, españoles, europeos, australianos, canadienses, estadounidenses, chinos…miembros de las Brigadas Internacionales estos últimos, defensores todos de la legalidad vigente (por imperativo, por convicción o por ambas cosas), o los que quisieron rebasar esa legalidad para llegar a otro estadio, ¿puede ser algo distinto a un acto de venganza y resentimiento propio de perdedores y, estéticamente hablando, una comunión laica, pueril y sin grandeza artística alguna?

 

Una simple ayuda pública, por el contrario, por mucha ilusión que pongan los organizadores,  ¿puede convertir el recuerdo de centenares de miles de muertos a secas, sin ninguna gloria martirial reseñable aparente?

 

Estas cuestiones son muy sencillas de responder: una cultura avanzada es, o al menos debería ser, absolutamente ajena al martirologio. El problema es que de ninguna manera, esa sociedad avanzada, puede ser también ajena al conocimiento de la Historia y la verdad, esa que vuelve a existir gracias a la aparición reciente de la posverdad. Cuando se eleva a los altares a García Lorca, por poner un ejemplo, se está sacrificando todo lo mejor de una cultura laica y moderna alejada de esa otra del ¡Viva  la muerte! y lo predispone a la caricatura y el ridículo en forma de alcalde del PP a punto de ser sentado en el banquillo disfrazado con el traje blanco de su vuelta de Nueva York y Cuba, como ha ocurrido estos días en El Ejido (Almería).

Una sociedad posmoderna y avanzada, pues, no necesita ni santos laicos ni santos lugares, una sociedad plenamente posmoderna necesita conocimiento, verdad, memoria y medios para el libre intercambio de información y de opinión, mano izquierda y manga ancha. Un individuo moderno, más bien posmoderno (queramos o no, nuestra época, al menos de momento, se denomina Posmodernidad), necesita, sobre todo; criterio, imaginación, humor, distancia crítica y ganas de saber. ¿Puede, entonces, un individuo plenamente posmoderno ser de derechas? Sí, por supuesto, lo que no puede es ser reaccionario. Son, o deberían ser, cosas distintas, por el bien de todos. Por cierto, fíjense qué tristemente esquiva es la segunda acepción del término ‘REACCIONARIO’ del ahora DLE, el diccionario de la Real Academia de la Lengua: ‘Que tiende a oponerse a cualquier innovación’. Y lean ahora la preciosísima y precisa definición del María Moliner:  ‘Que es muy conservador y se opone a cualquier cambio o progreso’. Un reaccionario no tiende a nada, ni siquiera a cero, un reaccionario se opone y punto. ¿Necesita María Moliner un altarico? No, ¡lo que necesita María Moliner es que use usted su diccionario!

 

Estas cuestiones son muy sencillas de responder: una cultura avanzada es, o al menos debería ser, absolutamente ajena al martirologio.

 

No hace falta que repita los casos recientes que convierten a nuestra querida Comarca España, a la España vacua y fatua de nuestros días, en un país tan ajeno al conocimiento, a la verdad, a la memoria, al libre intercambio de información y de opinión, a la distancia deliberativa, a la mano izquierda, a la manga ancha y al sentido del humor. La reciente condena por parte del Tribunal Supremo a la murciana Casandra Vera, que tuiteó unos chistes sobre Carrero Blanco, deja muy clarito hasta qué punto este país está siendo víctima de un proceso de involución y sus gentes otro paralelo de amedrantamiento que bien nos pueden retrotraer a esa espiral continua de procesos contrarreformistas y alejarnos de nuevo de esos brevísimos periodos de tenue luz y esperanzadores atisbos de lucidez. Por no hablar de la inestimable colaboración de los grandes medios en estos procesos. Valga de ejemplo el tercer grado al que sometió Alsina, el locutor de Onda Cero, a  Cassandra. ¿Cómo puede alguien que se presume periodista, alguien que sabe que Twitter es el paraíso de las construcciones verbales ingeniosas, agarrarse a la literalidad de unos tuits para justificar ese ‘algo habrá hecho´ tan español y ponerla al nivel de una peligrosa psicópata? Así se hace, Alsina, y como tú tantos otros, hay que ser cobardes con los poderosos y valientes con los débiles.

Copio del muro de Facebook del joven filósofo Ernesto Castro extractos de un texto de Carrero Blanco del año 1948:

«Ahora bien, ¿es que todas las personas, cualquiera que sea su clase y condición, van a tener las mismas posibilidades de ejercer este derecho? Las ideas se difunden a través de la conferencia, el libro, la prensa y la radio, y si un señor tiene unas ideas maravillosas, pero no dispone de periódicos, editores o emisores que quieran publicárselas, tendrá que limitarse a difundirlas entre el limitado sector de sus familiares a la hora de comer o a intentar provocar un mitin callejero, subiéndose para perorar en un banco de una plaza pública, lo que le impedirían los guardias por perturbar la circulación; y, en todo caso, siempre la difusión de estas ideas prodigiosas sería mucho más restringida que la de las que se publicaran en la prensa y en las radio, previo permiso, claro está, de los dueños de periódicos o emisoras. / El derecho, pues, a la libertad de expresión del pensamiento, que se enuncia como un derecho para todos, es en la práctica un derecho para unos pocos, puesto que sólo muy pocos son los que se encuentran en condiciones de ejercerlo».

Si de algo podemos estar seguros es de que Carrero Blanco no erraba, en su contexto. En el nuestro sabemos que gracias a las nuevas tecnologías cualquiera puede ejercer su derecho a expresarse libremente. ¿O no? Si eso es así, ¿por qué en determinados ámbitos locales hay tanto miedo? ¿Por qué hay tantos periodistas que o no pueden o no quieren ejercer la función que se supone que tienen que ejercer, la de informar, y si lo hacen por lo general son despedidos o, algún caso hay, promovidos y alejados de la primera línea de fuego?

 

Si de algo podemos estar seguros es de que Carrero Blanco no erraba, en su contexto.

 

De cualquier forma, si esa posibilidad democrática y universal de expresarse libremente existe, es el momento de acabar con ella. ¿Ha quedado, claro? Hala, a zumbar a los perros. Y se les zumba. Por varias vías. Una de ellas es la legislativa y judicial, con la Ley mordaza como punta de lanza, como ya hemos visto anteriormente. Otra tiene que ver con el control de medios y grupos mediáticos, públicos y privados, y la intervención política e inquisitorial en ellos. La tercera con una ¿futura? oferta masiva de información conveniente y más o menos idiotizante en las redes unida a una reacción más o menos voluntaria o más o menos profesional de hordas de reventadores, haters y trolls. Y luego están también los nuestros. No hay nada más pernicioso para nosotros, los no reaccionarios (igual habría que añadir una nueva acepción al vocablo ‘accionario’ para no definirnos vía negación y evitar igualmente el sobado y ya vacío de contenido ‘progresista’), que aquellos de los nuestros que se dedican a insultar, a dar por válidos balidos propios y ajenos y argumentos absolutamente peregrinos o atribuirse una autoridad moral que igual no se tiene, o, de poseerla, se pierde con malos continentes y peores contenidos y excesivo regusto por las vísceras ajenas. Como dicen por ahí: sexo y lo que surja. A saco.

La obsesión por los medios de comunicación de los políticos reaccionarios, cercanos a la jesuítica Asociación Católica de Propagandistas, y más tarde al Opus, ha sido una constante en la historia reciente de España. Esa obsesión es la misma que embebe a su herederos naturales del PP. ¿Ha existido algo parecido a esa fijación en los sectores no reaccionarios? Probablemente no. Claro que han existido medios progresistas en los breves periodos sin censura o con una censura tolerable, pero ahí tenemos el ejemplo actual de El País para ejemplificar no sé si su breve éxito o su fracaso final en cuanto a medio propiamente progresista.

 

La obsesión por los medios de comunicación de los políticos reaccionarios, cercanos a la jesuítica Asociación Católica de Propagandistas, y más tarde al Opus, ha sido una constante en la historia reciente de España.

 

Los que si han existido a lo largo de la historia son cientos de publicaciones más o menos partidistas y de escasa difusión fuera de las grandes ciudades enfrentados entre sí. ¿Cómo es posible que la España reaccionaria le siga llevando tanta delantera a esa España plenamente posmoderna y amenace con conquistar territorios que parecían definitivamente perdidos para ellos? ¿Es solamente una cuestión de poder, sobre todo económico? ¿Por qué esa adhesión aparentemente inquebrantable de las gentes de provincias a determinados medios, algunos provenientes de la Prensa del Movimiento, como La Voz de Almería (antes Yugo), que, acercándonos ya a la tercera década del siglo XXI, siguen ejerciendo las mismas prácticas torticeras, cuando no puramente inquisitoriales, que ejercía ya desde su fundación en 1939 o, como veremos más adelante, en su verdadera puesta de largo durante el proceso del llamado PARTE INGLÉS, que, el 11 de agosto de 1942, acabó costándole la vida a ocho personas y diversas penas a otras noventa y dos que cometieron el error de replicar y difundir el parte de guerra de la BBC en Almería.

Sirva para finalizar esta introducción de lo que quiero que sea una serie de artículos, y también para anunciar de alguna manera adónde quiero ir a parar, este breve fragmento de los inicios de Almería, crónica personal (Fundación Lara, 2008), del escritor y profesor de la Universidad de Almería Antonio Orejudo, para ilustrar esa especie de relación simbiótica tóxica de una ciudad (y también de una provincia) y un medio prácticamente en régimen de monopolio durante demasiado tiempo. Dice así:

“El periódico [La Voz de Almería] se alimenta de eso que podríamos llamar con cursiva la sociedad almeriense de toda la vida. A su vez, a ésta le complace verse reflejada y favorecida en sus páginas. La transformación cultural de la sociedad almeriense, que es la asignatura pendiente después de haber aprobado la transformación económica, sólo será posible cuando se rompa ese círculo vicioso.”