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¿Susana se va y el susanismo se queda?

Ni siquiera se ha abierto la puerta a un renovado espíritu ideológico y programático después del neoperonismo de Díaz.

 

Existe en el PSOE-A lo que Gillo Dorfles ha calificado de obsolescencia de las formas culturales, lo que en términos políticos supone una abolición de la capacidad de transformación de la realidad, algo -la voluntad del cambio político y social-, inherente al pensamiento situado en la rive gouche de la vida pública. Ello representa un ritornelo, parecido a la ley de hierro de las oligarquías, donde los mismos actores representan diferentes papeles según la oportunidad histórica y partidaria en un esguince político y metafísico que  no es sino una simplificación intelectual mediante un backgraund u ornamentación dialéctica que impide desplazar el nivel de enfrentamiento desde una frontalidad grosera e ilegible en términos teóricos, a otro nivel de superior abstracción y universalidad.

 

Esta falta de pensamiento crítico, o simplemente de pensamiento en términos políticos, conjuga unos escenarios paradójicos donde el traslado forzoso de Susana Díaz al Senado y la ascensión del alcalde Espadas a la cúspide del socialismo andaluz da por hecho que ha tenido lugar una enjundiosa transformación orgánica en Andalucía cuando no se ha cambiado nada, reformado nada, ni siquiera se ha abierto la puerta a un renovado espíritu ideológico y programático después del neoperonismo de Díaz. El poder ya estaba ocupado por los que ahora lo ejercerán en nombre del sanchismo. En el PSOE andaluz no existe la diáspora: los que están han estado siempre y lo que no están no han estado nunca.

 

Juan Espadas fue parte de la estrategia de Susana Díaz para defenestrar a Alfredo Sánchez Monteseirín de la alcaldía hispalense y ahora ha sido la espingarda del sanchismo para malherir el poder personal de la ex presidenta. Este es un modelo orgánico que se va reproduciendo en gradaciones inferiores de responsabilidad institucional hasta conseguir una perfecta burocratización de la política. En realidad es una red clientelar que se reorienta en un escorzo siempre dirigido al calor del poder. Gramsci afirmaba que los partidos políticos eran la parte privada del Estado, pero quizá hubiera especulado de forma distinta observando como la organización socialista en Andalucía se ha ido institucionalizando sin parte privada alguna.

 

Una redefinición urgente del socialismo meridional parecía inexcusable luego de la extravagante experiencia susanista. Sin embargo, no parece que vayan a ser los parámetros ideológicos los destacables en la nueva etapa. El cambio, o mejor dicho, su sucedáneo es simplemente que Susana no manda, que “la hija del fontanero” ya no “se va a dejar la piel” luchando por su Andalucía. La sociología burocrática del Partido  se concentrará según expectativas allí donde el poder cree bulto. La experiencia traumática del susanismo, los graves desequilibrios inoculados en la organización no cauterizan con un “Susana no está ni se la espera.” En este sentido, y en los términos históricos en los que hoy puede encuadrarse el socialismo andaluz, las disfunciones políticas adquiridas por las malas prácticas del susanismo y su implantación clientelar, carecen de predicados y se han convertido en patologías de la organización. 

 

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