Tertuliano bolero: un influencer de la política
El papel del opinador profesional ha experimentado una mutación preocupante.
En un mundo sobresaturado de estímulos, opiniones, titulares y urgencias prefabricadas, el papel del opinador profesional ha experimentado una mutación preocupante. Si antaño el espacio público se construía desde el diálogo racional, la deliberación y el saber experto, hoy lo ocupa, con solvencia mercantil, pero escasa legitimidad intelectual, el “tertuliano bolero”, figura tan ubicua como cuestionable, tan locuaz como inconsistente y corresponsable de la polarización de la sociedad.
Este nuevo arquetipo mediático, oportunamente descrito como una casta de cuestionable credibilidad, ha colonizado los platós de televisión, las ondas radiofónicas y las redes sociales, proyectándose como una suerte de influencer de lo político y lo social. No representan ya la pluralidad ilustrada que los foros mediáticos deberían acoger, sino más bien una banalización estridente del debate público, un síntoma más de la “crisis de las élites”, usando la expresión de Christopher Lasch en “La rebelión de las élites”.
La banalidad del juicio: opinión sin pensamiento
En un país como el nuestro con tradición de tertulia, en cafés, ateneos y redacciones, las tertulias televisiva y radiofónica hoy poco o nada conservan de su espíritu original. Miguel de Unamuno, quien frecuentó aquellos salones ilustrados en los que se discutía con pasión pero con argumentación, se horrorizaría ante la proliferación de figuras que sustituyen la reflexión por el ruido, el análisis por la consigna, la verdad por la posverdad.
Hannah Arendt nos advertía de los peligros de una “banalidad del mal”, entendida como la capacidad de ejecutar acciones nocivas sin reflexión moral. Aplicando una analogía con matices, podríamos hablar hoy de la “banalidad del juicio”: emitir opiniones de impacto sin respaldo intelectual, sin responsabilidad ética, sin temor a las consecuencias. El tertuliano bolero es un estandarte de esta corriente. Opina de todo, con una seguridad inquietante, y rara vez acude al matiz, a la duda o al silencio.
Un producto de la lógica mediática y populista
La figura del tertuliano bolero no emerge del vacío, sino del cruce de dos dinámicas convergentes: la lógica mediática del espectáculo y el auge de los populismos de diverso signo. La televisión y los demás medios, necesitados de audiencia, privilegian los formatos de confrontación, donde las formas importan mucho más que el fondo, el ruido sustituye al argumento, la performance al conocimiento, el eslogan a la idea. No se busca comprender, sino provocar, no se debate, se compite.
A finales de los sesenta del pasado siglo, Guy Debord lo explicó con agudeza en “La sociedad del espectáculo”: la imagen domina sobre la sustancia, y la representación se impone a la realidad. En este contexto, el tertuliano bolero no es solo aceptado: es necesario. Se convierte en un agente de tensión que dinamiza el plató, sube la temperatura del debate y garantiza el clic, el trending topic o la cuota de pantalla.
El populismo, tanto de derechas como de izquierdas, ve en esta figura un aliado funcional. Ya no se trata de interpelar al ciudadano como sujeto racional, sino como espectador emocional. El tertuliano bolero reduce la complejidad a dicotomías binarias: buenos y malos, patria y traición, élite y pueblo. Este reduccionismo emocional es caldo de cultivo para el pensamiento autoritario, esa falta de pensamiento crítico es fértil para el dogmatismo y la sumisión disfrazada de rebelión, opinaba Theodor W. Adorno.
Endogamia, mercantilización y el narcisismo de la pequeña opinión
No deja de ser significativo que los programas de tertulia, también en la televisión pública, recurran siempre al mismo grupo cerrado de opinadores, a menudo reciclados de la política de segunda o tercera fila, el periodismo militante o la academia desdibujada. Este fenómeno configura una endogamia mediática que clausura la posibilidad del disenso real. El espectador no asiste al espectáculo de las ideas, sino a una repetición ad infinitum del mismo coro de voces, disfrazadas de pluralismo pero unidas por una misma lógica: el narcisismo del micrófono y las cámaras.
Christopher Hitchens decía que una persona tiene derecho a su opinión, pero no tiene derecho a que los demás la tomen en serio. Y sin embargo, el tertuliano bolero ha conseguido que sus opiniones, banales, manipuladas o falaces, no sólo se tomen en serio, sino que influencien sobre decisiones electorales y legitimen discursos de odio o exclusión. Su éxito es, paradójicamente, la medida de nuestro fracaso colectivo.
Porque si hay algo que define a esta figura es la mercantilización del juicio. No importa lo que se dice, sino a quién se sirve. El tertuliano es maleable, y por la mañana puede ejercer de liberal y por la noche de ultraconservador, dependiendo del medio, del contrato, del target de audiencia. Su coherencia es el oportunismo, su ética es la supervivencia televisiva o radiofónica. Tal como advertía Zygmunt Bauman, vivimos tiempos líquidos: también nuestras conciencias, nuestros referentes, nuestros “intelectuales”.
Consecuencias sociales: la distorsión de la democracia deliberativa
Lo que está en juego con la proliferación del tertuliano bolero no es sólo el buen gusto o la calidad de los medios: es la salud misma de la democracia. Como advierten los deliberativistas, una democracia fuerte necesita un espacio público basado en la racionalidad comunicativa. Cuando este espacio se llena de bulos, de emociones desbordadas, de fake news disfrazadas de análisis, la ciudadanía se desorienta y deja de ser tal para convertirse en masa.
La figura del tertuliano bolero fomenta una ciudadanía pasiva, receptora de relatos simplificados, incapaz de discriminar entre hechos y opiniones. Según Daniel Innerarity, una democracia madura es aquella que gestiona la incertidumbre, que acepta la complejidad, que escucha la discrepancia. Nada de eso cabe en el ecosistema del tertuliano bolero, cuya misión es eliminar matices, fabricar certezas ficticias y reforzar prejuicios.
Además, su presencia constante erosiona el prestigio de otras figuras públicas. El verdadero intelectual, el científico, el analista riguroso, se ve desplazado por una figura más ruidosa, más provocadora, más viral. Lo que prima no es la verdad, sino el espectáculo. Se impone el entretenimiento sobre la información, y la democracia se convierte en un “reality show” donde el voto no expresa una voluntad reflexiva, sino un alineamiento emocional inducido.
Educación crítica y vigilancia ciudadana para contrarrestar esta deriva
No basta con denunciar esta deriva, hay que construir alternativas y la más potente sigue siendo la educación. Una ciudadanía informada, con herramientas de pensamiento crítico, es menos vulnerable a la manipulación emocional del tertuliano bolero. Para Martha Nussbaum, la educación humanista es el mejor antídoto contra el autoritarismo y la manipulación mediática. Formar lectores críticos, oyentes atentos, espectadores conscientes, ese debe ser el horizonte.
Pero también los medios deberían asumir y ejercer su responsabilidad, no basta con invocar la libertad de expresión, hay que exigirles responsabilidad informativa, diversidad real y rigor argumental. La autorregulación, los códigos deontológicos, los observatorios ciudadanos podrían ser instrumentos útiles para identificar y señalar la mala praxis mediática. Como sostenía Karl Popper, la tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la tolerancia. Una democracia que se precie no puede tolerar sin límites a quienes dinamitan desde dentro sus propios fundamentos.
El deber de decir basta
El tertuliano bolero es un epifenómeno de una época que está perdiendo el norte, un síntoma más de la frivolización de la esfera pública, del eclipse de la razón, del triunfo de lo emocional sobre lo racional y como toda construcción cultural, puede y debe ser cuestionado. No se trata de censurar, sino de desnudar, no de prohibir, sino de exigir, no de callar voces, sino de exigir argumentos.
La crítica al tertuliano bolero no es una guerra contra la libertad de expresión, sino una defensa de su sentido más noble: el derecho a ser informado con la verdad, el deber de participar con responsabilidad, la aspiración a una democracia de calidad. Y eso, en los tiempos que corren, no deja de ser un gesto revolucionario.
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