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Deshojando el Brexit

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

Enfangados en nuestra pelea electoral permanente —ahora en versión 26-J—, no muchos perciben que la Tierra sigue girando. El próximo jueves, 23 de junio, el Reino Unido (RU) se pronunciará vía referéndum sobre su permanencia o su salida (conocida por “Brexit”) de la Unión Europea (UE). Una consulta que nadie había pedido y que responde a un problema interno en el partido conservador, que está gobernando ese país. Qué complicado es hoy el mundo cuando un asunto, en principio estrictamente británico, al final acaba afectando directamente tanto a la Unión como a todos y cada uno de los 28 socios de la misma.
Sin entrar a pormenorizar las ventajas o inconvenientes que para España o para el resto de los miembros de la UE puedan derivarse del resultado del referéndum británico, lo que parece claro es que fuera del RU nadie parece querer el Brexit. A pesar de ello, ya a solo unos días del referéndum, las encuestas dicen que el Brexit triunfará. En todo caso, ese paso por las urnas será clarificador. Porque desde el primer minuto de su entrada en la Comunidad Económica Europea (CEE), el 1 de enero de 1973, Londres ha sido un socio muy incómodo, que ha planteado permanentemente una tormentosa relación con Bruselas. Y así, los avances de la Unión hacia una mayor integración europea han sufrido el hostigamiento y el freno —cuando no la oposición o el veto—, de un RU obsesionado por el rastreo de la ventaja y la excepción para sus exclusivos intereses. Hasta la fecha, los europeos hemos estado así sometidos a una suerte de chantaje político, que no se corresponde con el espíritu solidario que debe impregnar la andadura comunitaria, y que así ha quedado incluso reflejado en el Tratado de Lisboa (2007) en la llamada “cláusula de solidaridad”.

No deja de tener su guasa que haya que compensarle al señor Cameron por favorecer la permanencia de su país en la UE, en un referéndum convocado por él mismo para resolver su problema interno.

No habría aquí espacio suficiente para resumir esa fuertemente egoísta actitud británica. Pero, a título de meros ejemplos, se pueden mencionar cómo en 1979 el RU no entró en el Sistema Monetario Europeo (SME), o cómo, en 1984, en el Consejo de Fontainebleau, arrancó de sus socios el llamado “cheque británico”, para obtener un descuento a su contribución al presupuesto comunitario, en base a que éste financiaba la Política Agrícola Común (PAC), de la que Londres decía beneficiarse poco. Igualmente, en 1992, a la firma del Tratado de Maastricht, hubo de incluirse, por un soterrado ultimátum británico, la clausula de excepción (el famoso “opting out”), borrando la obligación de entrar en la Unión Económica y Monetaria (UEM) y en el euro (en 1997 el RU comunicaría finalmente su decisión de no adoptar el euro). También el RU quedó fuera del Acuerdo de Schengen, de supresión de fronteras interiores, que se aplicó progresivamente en el seno comunitario a partir de 1995. En 2011 ese país tuvo el dudoso honor de ser el único socio que rechazara el pacto europeo presupuestario, para reforzar la eurozona y facilitar la salida de la crisis. Ni qué decir tiene que tampoco participa en la mayoría de los asuntos comunitarios en las áreas de Justicia y de Interior. Y especial mención de la excepcionalidad británica se encuentra en la Defensa, que está prácticamente paralizada en lo que se refiere a la implementación de los avances previstos en el Tratado de Lisboa.
Como dato más inmediato, ya en este año, el pasado 19 de febrero Londres arrancó del Consejo Europeo el acuerdo de redefinir —ventajosamente para el RU naturalmente—, su estatus en la Unión. Del que es especialmente degradante el llamado “freno de emergencia” a los beneficios sociales de los trabajadores comunitarios en RU, contradiciendo el principio de libre circulación de los trabajadores. Y, a cambio, el Primer Ministro, señor Cameron se comprometía a hacer campaña a favor de la permanencia de su país en la UE. Conseguido lo anterior, al día siguiente, el 20 de febrero, el líder británico fijó, por fin, la fecha del referéndum (23 de junio). No deja de tener su guasa que haya que compensarle al señor Cameron por favorecer la permanencia de su país en la UE, en un referéndum convocado por él mismo para resolver su problema interno. El trilero y clásico método negociador británico queda así reconfirmado: si del referéndum saliera la permanencia, ésta sería a costa de nuevas ventajas para el RU.

Si los británicos deciden irse, pues que se vayan. Esa es su opción. Pero en ningún caso debería ser la nuestra.

En definitiva, el referéndum británico sobre el Brexit supone un ataque pernicioso del síndrome de insularidad siempre latente en ese país. Los partidarios del abandono de la UE fundamentan su egoísmo nacionalista en tres supuestos excesos que el Brexit debe corregir: demasiada pérdida de soberanía, excesivo coste económico y desmesurada inmigración. Es innegable el gran peso del RU en Europa, especialmente en términos geo-políticos y económicos; eso es algo que el proceso de integración europeo no debería despreciar olímpicamente. Pero no es menos cierto que dicho proceso no tiene por qué estar permanentemente sometido a un chantaje político británico, que impida al resto de los europeos progresar en ese empeño. En mi opinión, a pesar de las encuestas, ganará la permanencia en la Unión. En último extremo, si los británicos deciden irse, pues que se vayan. Esa es su opción. Pero en ningún caso debería ser la nuestra.