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La memoria del hambre

La gran fantasmagoría de la “titulitis” como motor ideológico del despotismo desilustrado.

 

Eva Perón recibía asiduamente a sus descamisados de las clases populares para atender las múltiples peticiones que le hacían. En una ocasión después de que una anciana le solicitara ocho colchones para sus hijos y que la dirigente justicialista, además de los colchones, le adjudicara una vivienda al saber que la familia de la solicitante vivía en una habitación, le preguntó cuando ya la anciana se marchaba feliz, si tenía dinero para el colectivo. Y en Argentina suele ser una máxima que si alguien en la posición de Eva Perón era capaz de fijarse en la posibilidad de que la anciana no tuviera monedas para el transporte colectivo, es que ella misma en algún momento de su vida no tuvo dinero para el autobús. A este hecho le llaman tener memoria del hambre.

En plena guerra de másteres, licenciaturas y tesis irregulares, si hay algo que ello muestra en toda su crudeza es una generación adanista que ha hecho de la política su modus vivendi, desconociendo el desarrollo de alguna actividad profesional o laboral y, mucho menos, los sinsabores del desempleo o los salarios de miseria ya que han ostentado cargos públicos desde su más bisoña juventud, fruto de cabildeos y componendas en las redes clientelares orgánicas más que del talento o la inteligencia política. Es decir, carentes de la necesaria memoria del hambre.

 

El poder y la influencia les ha hecho conseguir estatus social, solvencia económica y títulos universitarios para rellenar sus escuálidos currículos sin el menor esfuerzo; su voluntad y trabajo sólo debían ponerlo en las cartas marcadas y las peleas de gallos de pulpería que era para ellos la política.

 

Desideologizados, pragmáticos, poco o nada ilustrados, sólo atentos a las artes pecuniativae, han hecho de la política un escenario de aporía incubada por la pereza mental, la irresponsabilidad, el desconocimiento de la realidad, la incapacidad para imaginar soluciones o el simple autoritarismo. La democracia se devalúa al dejar de ser una confrontación entre proyectos e ideas por el fulanismo, como decía Unamuno, siempre metastizado en una política mediocre y nominalista. La vida pública ya no se sostiene sobre la certidumbre sino sobre su fantasma, su cadáver. La ley de hierro de las oligarquías de Michels –“tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría”- se convierte en el centro del sistema.

Un sistema que es un atrezo ante unos irreductibles intereses minoritarios se torna en un continuo fingimiento donde la lucha por el poder es un fin en sí mismo y donde se crean más problemas que soluciones porque las soluciones son cada vez más insólitas en unos escenarios oligarquizantes y en una continua excusa sin dignidad tras la abolición de valores e ideologías.

 

En ese contexto, la corrupción no es parte del régimen sino el mismo régimen sumergido en intereses individuales ajenos a las demandas de la ciudadanía y que han desistido de definir un nuevo compromiso con la sociedad así como buscar una nueva coherencia.

 

En estos contextos y pretextos, la corrupción no podía constituirse  sino en parte del sistema, ya que la que ahora nos ahoga es interactiva y múltiple, brota de los fondos sociales donde los valores han sido rebajados a prejuicios para poder prescindir de ellos. Es un proceso de índole social, nace de la carencia de moral social como correlato fiel de una situación histórico-social bien determinada.

Los partidos de izquierdas, ya no son organizaciones de masas, sino de cuadros, que se dedican por ese complejo inducido de aversión a las masas, no a dirigirlas, sino a neutralizarlas y considerar al trabajador como un fracasado social, por lo que se le ha negado su presencia en cargos institucionales y orgánicos, con lo cual partidos ideológicamente de masas, de trabajadores e intelectuales, desmovilizaron a las masas, abominaron de los intelectuales y marginaron a los trabajadores. El complejo en la derecha se sustancia en la tradición de los tecnócratas franquistas, altos funcionarios del Estado con números uno allí donde se presentaban. Todo ello representa, la imposibilidad del cambio social, el gobierno de las oligarquías ampliadas, la primacía de los intereses de las élites, la degradación democrática y la consolidación de una costra política en la vida pública española que, exiliada la ética y el mérito, se fundamenta en el complejo y la mediocridad. En la gran fantasmagoría de la “titulitis” como motor ideológico del despotismo desilustrado.