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Imbecilidad y democracia

Quien confía en aquellos que nos tratan como imbéciles produce que acabemos comportándonos como imbéciles.

 

En la Grecia de Píndaro y de Sófocles, en la Inglaterra de Shakespeare, nos recuerda Matthew Arnold, el poeta vivía en una corriente de ideas del más alto nivel que alentaban y alimentaban el poder creativo; la sociedad era permeable a los pensamientos nuevos, inteligentes, vivos. Sin embargo, contradiciendo a Giovanni Papini, hoy la imbecilidad no es delito, ni el único pecado, aunque sí es cierto que la maldad es, con mucha frecuencia, una mezcla de varias imbecilidades. El pensamiento crítico es agredido y desprestigiado desde todos los resortes del poder fáctico, los intelectuales han sido sustituidos por aquellos viejos charlatanes vendedores de crecepelo; los débiles sufren una explotación sin miramiento y bajo la catalogación anatematizante de fracasados sociales y, por consiguiente, incapaces de participar e influir en la vida pública, ¿Cómo moldear un ciudadano que acepte como la única realidad posible aquello que lo destruye? La imbecilidad cívica es la solución.

La crisis financiera de 2008 fue sañudamente aprovechada para destruir el mundo del trabajo y cualquier tipo de protección social de las clases populares; en esa precariedad estructural, la reconstrucción pospandemia, ya podemos barruntar cuales van a ser sus arbotantes fundamentales cuando estamos observando cómo se acrecientan las colas en los comedores sociales y los bancos de alimentos de trabajadores y empleados que no hace mucho jamás hubieran pensando que tendrían que recurrir a la caridad para comer. Los padres de las mayorías sociales depauperadas no podrán en su ancianidad tener la inmensa satisfacción de comprobar cómo sus hijos les han superado en metas sociales y profesionales, ya que, al contrario, padecerán la inmensa desazón de ver como sus descendientes viven peor que ellos.

La mediocridad, la distopía como realidad inconcusa, la posverdad como dialéctica promotora de estulticia, la desigualdad como darwinismo inevitable, el desprestigio y la destrucción de la inteligencia, la chabacanería como urbanidad, configuran una sociedad posdemocrática, ya que como afirmaba el enragé Jacques Roux la democracia no tiene sentido si la riqueza se acumula en pocas manos puesto que ello supone condenar a muerte a los pobres. En realidad, esto ya lo había expuesto Rousseau cuando decía  que la desigualdad por la propiedad desvirtúa un régimen en la igualdad política. Y más recientemente Bertrand Russell advertía que la propiedad privada sólo era admisible si no se convertía en poder político.

Una sociedad pensada exclusivamente para los ricos, estructurada para que los que más tienen apenas paguen impuestos, donde se facilita la explotación, la usura, donde las coberturas sociales son consideradas un gasto insoportable, donde los salarios de hambre por debajo de la supervivencia es lo habitual, si no se es rico ¿por qué se ha de desear vivir en una sociedad semejante? Quizá la respuesta esté en Paul Auster cuando afirmaba que quien confía en aquellos que nos tratan como imbéciles produce que acabemos comportándonos como imbéciles.

Norberto Bobbio ya nos alertaba que la democracia no consistía en votar cada cuatro años, sino en que se pudieran elegir alternativas reales, sin embargo, las grandes corporaciones mediáticas, en muchos casos también culturales, privadas, los resortes sensibles del Estado en el contexto de ejercer las subjetividades  de las minorías influyentes como elementos del interés general, hacen que el verdadero poder esté muy lejos de la ciudadanía y, por tanto, las mayorías sociales carentes de instrumentos democráticos de autodefensa. Siempre expuestas a los virus o a la miseria, mientras los pijos del barrio de Salamanca se indignan porque no pueden jugar al golf.