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He pecado

Ella va a pecar a su manera. El está cazando a la presa. El mundo está lleno de esos seres incompletos que andan en dos pies y degradan el único misterio que les queda: el sexo.

He pecado. Como Adán y Eva. Elevar hasta ese nivel el pecado. Así son ellos. El deseo hace hermoso lo feo y la mucha pasión no guarda razón. Infringir las normas porque la sensualidad es la máxima movilización de los sentidos: una persona observa atentamente a la otra y escucha cada uno de los sonidos que produce y estalla todo. Ya lo dijo Milan Kundera. 

El sexo sin amor es una experiencia vacía. Quizá de las experiencias vacías la mejor- algún sabio así lo ha descrito. 

  • ¿Dónde pongo mis sentimientos si esta noche hay luna llena?-susurró ella.
  • La falta de esperanza es lo que hunde a un hombre. La ambición limitada por la pereza. Quebrantar el corazón para adolecer al alma… -contestó él.

Ella va a pecar a su manera. El está cazando a la presa. El mundo está lleno de esos seres incompletos que andan en dos pies y degradan el único misterio que les queda: el sexo.

Llega un momento en el que eres absorbido por la espiral. Y quieres más. Y te quedas atrapado…

Ella le dejó que abrazase hasta el último rincón de su piel y se desintegró bajo la tierra mojada de una tarde de lluvia entre las sábanas. Se subió a una gota de sangre, tomó los mandos y recorrió todo su cuerpo en un viaje que la llevó a un orgasmo cósmico. Y pudo sentir la ternura, el afecto, el erotismo de un corazón a punto de explotar; el dolor y la alegría de todo lo vivido. Brotaron sus lágrimas. Prosiguió el viaje, mientras suavemente frotaba sus muslos contra él, el ansia llegó al estómago, sintió la escalada hacia los pulmones y allí, casi sin respiración, descubrió la querencia del cariño.

Se inclinó para rozar sus pechos hacia su torso y lo besó. En ese instante contempló todas las estrellas del firmamento con los ojos cerrados. Y colonizó el corazón, sus entrañas. Había sido capaz de adentrarse en su propia esencia. Y allí dentro dominó las emociones. Se invadió de la sonrisa y averiguó como se es feliz y se alcanza la plena satisfacción en lo que dura que acabes lubricada hasta la garganta. Y completamente mojada, voló. Hasta la última galaxia del Universo.

El impulso de los sentidos desenfrenados

Había recorrido hasta el terminante escondite de su figura, mientras le acariciaba la frente con su mano, penetrada en él. Suspiraba y gemía cuando arrancó la segunda vuelta al circuito a la velocidad de la luz en el vacío, desnuda de todo complejo, de toda verdad, de todo pudor. Con el cabello enredado sobre su espalda alcanzó el clímax. Juntó los labios a los suyos y con la sutileza del líquido alcalino que sus glándulas salivares producían como un manantial, palpando cada canto, cada orilla y cada ribete de su boca conquistó la creación. El amor. El delirio. El hambre de la ilusión. 

El apetito del capricho. El empeño de la química y el antojo de la física unidos y convertidos en la incontinencia más absoluta y que pocos llegan a descubrir en la vida.

El se dejó llevar y sintió. Se encontró en un estado que jamás había conocido antes. Advirtió cada movimiento y cada aliento de ella sobre él. El deseo y la lujuria se encontraron en una desembocadura de infinita epifanía. Entrelazó su mano con la de ella y apoyó la cabeza en su escote. Elevó la mirada hacia el techo de la habitación a la vez que por su mente discurrían los últimos 15 años. En silencio intentaba encontrar el instante en el que se habría cruzado con ella en algún momento, en algún lugar… lo buscaba como un loco. Recorría cada hora, cada minuto, cada día intentando hallarla en un bar, en una calle, en una esquina para entender que esa mujer se había cruzado antes en su vida y no la supo advertir.

La buscó como una lunático y la encontró

La localizó en aquella calle cuando fue a hacer fotocopias en segundo de carrera, en el bar al que descendió la primera noche que salió de copas; en los grandes almacenes mientras ella subía y el bajaba y sus miradas se cruzaron un verano del 89, en la parada del autobús en el Prado un día de tormenta, en el semáforo de Felipe II cuando se observaron bajo los cascos cada uno al volante… la vida les había cruzado una y cien veces y no supieron percatarse.

Tras una pausa ella descendió a su ombligo. El vértice de su lengua hizo que se erizara hasta el último bello del organismo. Con la suavidad de la seda en sus labios succionó, besó y se nutrió mientras él estallaba como un cohete lanzado a la luna.

El órgano que piensa por sí mismo anidó en su faringe y, rozando el pliegue donde cada glúteo se une con el muslo, acercando su lengua levemente sintió como el glande alcanza su máximo esplendor, deleitándose en el perineo y los testículos alcanzando el estallido del esperma sobre su vientre. 

El clímax con el que soñaría todas las mañanas a partir de ese instante. La felación insuperable.

Respiraron hondo. Sonó el teléfono y él alargó su mano hacia la mesita. Ella se inclinó mientras él descolgaba la llamada. Cogió las braguitas y delicadamente se vistió y caminó hacia el baño. Mientras él hablaba por teléfono. Se duchó, se miró al espejo y sonrió. Salió sin hacer ruido y se colocó el vestido y los tacones. Lo miró y le regaló la mirada más deliciosa que una mujer pueda obsequiarte tras una convulsión inagotable. Colgó el teléfono y la miró fijamente. He pecado.

  • He cometido el peor pecado que uno puede cometer en su vida. No he sido feliz – dijo él.

  • Has vuelto a pecar- dijo ella.

El volvió a casa. El amor que crece con mentiras morirá y no resucitará con excusas. El no se ha imaginado pidiendo perdón. Siguió buscando en los surcos de su memoria porqué no supo advertirla antes de tomar la decisión de elegir a la mujer de su vida. Y reflexionó: “Y pensar que todo comenzó, por darle una mordida a esa manzana…”. La compasión es para los débiles. He pecado.