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Recuerdos gastronómicos de la Expo-92 (I)

La Expo 92 fue una alcahueta impecable para presentarnos a todo el universo.

 

1992 fue un año muy especial en Sevilla. Descubrimos infinitas maravillas de todo el mundo. Nos las trajeron a casa. Ello tuvo como consecuencia que ese “todo el mundo” descubriera, recíprocamente, a Sevilla, y nos la puso en valor ante nuestra limitada mirada. Entre el ombliguismo de creernos lo mejor del mundo y el cateto complejo de inferioridad, hay todo un universo. La Expo 92 fue una alcahueta impecable para presentárnoslo.

Como integrante de esa legión de más de ciento setenta mil afortunados propietarios del pase de temporada, y como hostelero, ya con más de veinte años de experiencia, estaba deseando de que se abriese la veda para visitar pabellones (aún conservo el pasaporte). Parte fundamental de esas visitas la constituían los restaurantes de los diferentes países. Era algo parecido a un gran viaje gastronómico pero casi sin moverte de casa. Una oportunidad única se salir del “pescaíto” frito o de la primera andanada de la “nouvelle cuisine” que nos invadía por entonces y que podríamos resumir en cuatro o cinco novelerías: nata, kiwi, pimientos de piquillo, solomillo a la pimienta y más nata. Cuanto empalago, joder…

Hoy –probablemente por la muy cercana festividad de San Fermín—se me ha venido a la mente una de esas excursiones culinarias. A Navarra. Modesta. Nunca conseguí mesa en su restaurante, pero sí en su barra, más que escueta, concretísima y, sobre todo, exquisita. Panecillos rellenos de queso Idiazábal o chistorras; sabrosísimas, crujientes a la vez que jugosas. Tuvimos que esperar diez o quince minutos a que nos las sirvieran a pesar de no había nadie, pero todavía no estaba abierto. Fuimos los primeros: A los pocos minutos la gigantesca olla rebosante de chistorras ya comenzaba a mermar.

El pabellón era tan sobrio por fuera como exuberante por dentro, donde corría una cascada cobre un lecho de grandes piedras y bordeada de hayas centenarias. Fuera hacía calor. Dentro era una delicia.

Contrariamente a lo que esperaba, la presencia de los Sanfermines no era el eje de la muestra. Proyecciones y actuaciones te trasladaban a esa Navarra medieval, orgullosa de haber sido reino y etapa fundamental del camino de Santiago.

Años más tarde, cuando tuve la ocasión de visitarla varias veces, pude comprobar que todo lo que me enseñaron era cierto; que las fiestas de San Fermín duran una semana, pero el año tiene cincuenta y dos. Eso sí: he probado muchas chistorras en mi vida, pero como las de aquel pabellón, ninguna.