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Sevilla tuvo que ser

Nos podríamos preguntar si la opción de designar capital a Sevilla tenía suficiente justificación.

 

Vamos a abordar de forma breve y concisa los diferentes patrones que se utilizaron en los albores del Estado de las autonomías para determinar la capitalidad de cada una de las 17 autonomías a las que se dio lugar, con especial atención al caso de Andalucía.

De esas 17 autonomías, siete son de carácter uniprovincial (Asturias, Cantabria, Illes Balears, La Rioja, Madrid, Murcia y Navarra) y en todas ellas, como era de prever, se residenció la capital autonómica en la que era la capital provincial.

De las diez restantes, en tres se optó por no otorgar el rol de capital a ninguna ciudad; sin perjuicio de que se fijaran las sedes institucionales en localidades concretas. Es el caso de Euskadi, Castilla-La Mancha y Castilla y León. Con esta fórmula se lograba evitar tensiones que dificultasen la futura armonía territorial y, en el caso de Euskadi, potenciar además el sentimiento de pertenencia en el área geográfica donde éste era más débil al, ubicándose la sede de las instituciones en Vitoria.

En otras dos comunidades se optó por designar como capital autonómica a una ciudad que no era capital de provincia: hablamos de Extremadura (Mérida) y Galicia (Santiago de Compostela). Al igual que los casos anteriores, se pretendió impedir que las rivalidades territoriales pudieran dar al traste con un proyecto político en fase embrionaria y lleno de incertidumbres.

Existe un caso singular, Canarias, en el que la capitalidad está compartida en perfecto equilibrio entre Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife.

En las cuatro comunidades restantes, Andalucía, Aragón, Cataluña y Comunidad Valenciana, la capitalidad recayó en la ciudad más populosa de cada una de ellas: Sevilla, Zaragoza, Barcelona y Valencia respectivamente. Vamos ahora a analizar el peso relativo que, en términos demográficos, tenían dichas ciudades con relación al conjunto de la comunidad y respecto a los dos municipios de su misma comunidad que las seguían en número de habitantes, sin incluir los ubicados en la misma provincia de la capital:

 

Fuente: INE (el número de habitantes está referido a 1981, fecha que se sitúa en los inicios del proceso autonómico)

 

De los datos contenidos en la tabla se infiere, sin género de duda alguna, que Sevilla era la capital de comunidad que, en términos demográficos, menos destacaba demográficamente en el contexto de las respectivas autonomías que optaron por ubicar su capital en la ciudad con mayor número de habitantes.

Su peso relativo respecto al conjunto de su comunidad era menos de la mitad de la que la seguía, Valencia, y, comparada con la 2ª y 3ª ciudad en número de habitantes, las ratios obtenidas son también manifiestamente inferiores al de resto de capitales analizadas.

A la vista de estos datos, nos podríamos preguntar si la opción de designar capital a Sevilla tenía suficiente justificación o si, por el contrario, hubiera sido más afortunado recurrir a fórmulas aplicadas en otras comunidades.

Antes de proseguir, procede hacer un apunte: en el primer Estatuto de Autonomía de Andalucía, refrendado en 1981, no se designaba ninguna ciudad como capital, lo que se relegaba a un acuerdo a tomar en la primera sesión del parlamento autonómico con mayoría cualificada. Dicho acuerdo se produjo con prontitud y fue establecida la capital en Sevilla, reservando la sede del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía para Granada. El segundo Estatuto de Autonomía consagró la capitalidad de Sevilla tras ser sometido a un referéndum en 2007 que registró una escuálida participación del 36,28%.

¿Qué alternativas a la de designar capital a la ciudad más poblada se podrían haber barajado en Andalucía? Sopesamos tres: la primera, optar por una ciudad con solera e historia que no fuese capital de provincia, tal como se hizo en Extremadura o Galicia; la segunda, establecer un sistema de capitalidad compartida al modo de Canarias; y, la tercera, ubicar la capital en una ciudad diferente a la más poblada que pudiera desempeñar mejor su cometido tal como se hizo en Euskadi.

La primera de las alternativas antes referidas fue la única que se barajó en su momento. Se planteó la posibilidad de que la ciudad de Antequera asumiese la capitalidad de Andalucía apelando a su historia y, sobre todo, a su centralidad geográfica. Hay quien ha dicho, habiendo sido protagonista directo de los acontecimientos, que la opción de Antequera no tenía más objeto que enfrentar a Sevilla una alternativa, condenada de antemano al fracaso, para ocultar lo que era una decisión ya firme. El inconveniente principal que hubiese tenido esta opción era la falta de infraestructuras y equipamientos suficientes para digerir la asunción de la capitalidad; pero, por contra, no hubiese generado grandes susceptibilidades salvo, quizá, por su proximidad a Málaga.

La segunda opción habría estado llamada a una capitalidad compartida entre las dos ciudades que representaban la tradicional división de Andalucía entre la occidental, con Sevilla, y la oriental, con Granada. Una fórmula un tanto alambicada y compleja de gestionar pero que hubiese tenido la virtualidad de propiciar una mejor integración de las dos grandes áreas territoriales, la cuenca del Guadalquivir y la Cordillera Penibética.

En cuanto a la opción de ubicar la capitalidad en una ciudad capital de provincia diferente a la de mayor población, debía haber razones de peso para justificar tal medida. De todas las alternativas posibles, solo parece haber una que podría brindar dichas razones: Córdoba. Se trata de la única ciudad andaluza que en tiempos llegó a ostentar la capitalidad de un territorio en el que se incluía a toda Andalucía; su céntrica ubicación es especialmente idónea por hallarse en el eje vertical que separa la Andalucía oriental y de la occidental y, como corolario, podría haber concitado un mayor consenso entre el conjunto de la población andaluza.

La elección de la capital de Andalucía no fue objeto de un análisis sosegado con el que se hubiera justificado convenientemente dicha decisión; fue el resultado de una correlación de fuerzas políticas que favorecieron especialmente a la ciudad de la Giralda porque los principales partidos del momento estaban liderados en Andalucía por políticos originarios de dicha ciudad. Podemos presumir la buena intención de querer fortalecer el proyecto andaluz sirviéndose, entre otras cosas, de la ciudad que más potencial brindaba.

En todo lo relatado hay mucha especulación, nunca se sabrá si hubiese sido mejor para Andalucía, como proyecto político y marco de convivencia, optar por otra fórmula para establecer su capital. No obstante, podríamos preguntarnos cuál es la clave que mejor determine la idoneidad de una ciudad para erigirse en el referente de un territorio; la respuesta puede ser que lo será aquella con la que la mayor parte de la población de dicho territorio se identifique y se reconozca. Si se da esta circunstancia, el acierto estará garantizado. ¿Ha sido el caso de Andalucía?, ¿hay una mayoría ciudadana que se identifica y reconoce en Sevilla?

Acertada o no la decisión, hoy estamos ante un hecho consumado de casi imposible revisión. En consecuencia, lo que procede es propiciar una gobernanza que supere centralismos arcaicos, que dé protagonismo a todo el territorio y que se ponga en valor la potente red de ciudades que atesora Andalucía, con un adecuado reparto de roles y propiciando la máxima sinergia entre ellas.

 

 

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